Carmen Carrara y Sandy Celorio son mis amigas hace veinte años y cacho. Para ellas.
Carmen, Sandy y Paz hicieron cuentos sobre sus niños, sus adolescentes, luego de sus matri- monios en descomposición, de las ilusiones porque entrara un nuevo amor a sus vidas.
Después, Carmen y Sandy empezaron a hacer historias de sus nietos, y Paz ya no las pudo seguir porque desde el día en que sus hijos de 10, 13, 16 y 18 años, por seguir juntos y porque intuyeron que había más seguridad, escogieron quedarse con su padre Paz, que en los últimos veinte años no había hecho otra cosa que cuidar a su descendencia, se sintió traicionada y se llenó de dolor. Sabía que estaban influidos por su papá, quien les decía que como su madre tenía ganas de estudiar, de hacer algo extra además de ser su mamá, los descuidaba. Paz aseguraba que sus pequeños la querían tan entrañablemente, que las acusaciones de su esposo casi le daban risa, y consideró absolutamente innecesario defenderse. Se fueron.
No le quedó más remedio que aprender a vivir sin ellos. Pero a partir de ese día, su relación con todos los niños cambio. Por eso, cuando su hija fue mamá, a Paz no se le dio asumir la abuelez con alegría: ¿cómo iba a estar feliz de que la llamaran abuela, si las abuelas son esas viejitas como las de los cuentos? Ella a sus cuarenta y tres años estaba naciendo a otro mundo, conociendo el amor, su cuerpo, y recién aprendía a ganarse la vida y a preocuparse por hacerse una vida propia. Lo último que quería era enredarse otra vez en esos ojitos de los niños. Había sido suficiente con ser la mayor de sus seis hermanos, la mamá de esos muchachos que la dejaron y vivían muy a gusto sin ella: Temía encariñarse con su nieta igual que un amante engañado no quiere involucrarse otra vez por miedo al guamazo, volverse a perder en cuidados infantiles en sus risas, en esas alegrías. ¡Que peligroso dejarse seducir por ellos! Ahora los críos le parecen trampas que se chupan los años jóvenes de la mujer, y cuando ve hermosas jovencitas embarazadas y con carreolas, le da horror y se dice pobrecitas.
Es preferible el mundo de los adultos, en el que se habla de igual a igual, donde hay límites o el otro los pone, donde se expresan los sentimientos y no hay que vivir dando el ejemplo.
Por eso no entendía que Carmen y Sandy hablaran tanto y con tanto entusiasmo de sus nietos.
Así permaneció hasta que Carmen escribió un libro a su nieta de once años, que está viviendo el divorcio de sus papás. Contesta en él, los cuestionamientos que le hace la niña; al fin ahora ya no se hacen aquellas preguntas de los niños de antes: ¿De dónde vienen los niños? Y esas cosas, sino: ``Abuela ¿por qué se acaba el amor?'' ``¿Cuántas veces te has enamorado?'' ¿Cómo es que dejaste a mi abuelo para casarte con Vicente?'' o ¿por qué andas en moto si la Miss dice que las abuelas no andan en moto?''
Carmen respondió con la poesía y la honestidad que le es característica, haciéndole entender a su nieta que ahora las abuelas trabajan, andan en moto, se suben a los árboles y tienen novio.
No fueron las preguntas del libro, sino las respuestas, las que conmovieron a Paz. En ese libro objeto quedó una gran lección de la claridad, el amor y el respeto con que en estos tiempos hay que hablar.
Una vez más, aunque aparentemente con mucho retardo, el tiempo está haciendo las curaciones del dolor del pasado, ya que después de leer El libro de la abuela, de Carmen Camara, de verlo, tocarlo, hojearlo y detenerse en las fotos y mirar el rostro de Paulina, la nieta de Carmen, y las de los personajes de su historia, fue que Paz deseó despojarse de su tristeza, de su rencor y darse ahora a divertirse con sus nietos, pero sin olvidarse de ella misma. Ese había sido su error.
Ahora ya puede planchar, alisar las arrugas de su vida.