MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La última y nos vamos...
En cuanto las vecinas se enteran de que buscamos a mi hermano Arcadio, sobran boconas que dicen: ``Ayer lo vi entrando en La Reina Xóchitl'', `` Fue al taller a pedirnos cincuenta pesos'', ``En la mañana lo encontré platicando con La Liebre''. Me cuesta mucho trabajo convencer a mi abuela de que esos informes son falsos. A veces, para despistarla, invento que algún amigo vio a mi hermano en la Central Camionera, por Cuautepec, en San Fernando... lo más lejos que se me ocurre.
Por decir mentiras salgo raspado: mi abuela me pide que la acompañe, y aunque sé que Arcadio no anda por esos rumbos, hago como que sí y entro en todas las cantinas y pulque-rías para preguntarles a los carnales si han visto a un señor alto, pelirrojo, que anda medio cojo: así es Arcadio.
Caminar de un lado a otro me cansa menos que oír a mi abuela. No para de decirme que mi hermano es un perdido; que a ella lo único que le falta para morirse de tristeza es que yo salga igual de borracho; que si mi pobre madre reviviera volvería a morirse nada más de ver que su hijo mayor está dado a la trampa...
Cuando mi brother está en sus cinco, le cuento las maromas que hago para que no lo encuentren. El se ríe, dice que soy un hablador; pero si anda a medios chiles, se pone sentimental y sale con que está en deuda conmigo. Arcadio le debe a todo el mundo y no quiero cargarlo más, por eso le explico que si despisto a mi jefe y a la abuela lo hago por mí: puedo soportarlo todo, hasta los madrazos, menos oír las súplicas de Arcadio cuando se lo van a llevar a la granja Reencuentro: ``No dejes que me internen, diles que yo no quería tomar, que mis cuates me invitaron una y luego otra y hasta les dije: `bueno, la última y nos vamos'''.
Repito lo que Arcadio me dice y hasta me pongo delante de él para impedir que El Jaspeado se lo lleve, pero no consigo nada porque ese tipo, como es machetero, está mamadísimo y de un empujón me tira por allá. En esos momentos no lo odio a él, sino a mi hermano por dejarse atrapar. Lo maldigo y hasta le grito: ``Tú te lo buscaste, ahora aguántate. ¿No te da vergüenza que te vean chillando, como si fueras viejas?'' Y es que apenas empieza la trifulca todo el mundo sale a la puerta para ver cómo meten a Arcadio en la ambulancia.
Cuando mi jefe no puede pagarla, le pide a Silvano que le preste su camión de redilas. Para que Arcadio no se escape, entre mi padre y mi abuela le amarran los pies y las manos; luego, El Jaspeado se lo lleva arrastrando y lo tira al camión.
La primera vez que Silvano le hizo el favorcito a mi papá me puse como loco. Mi abuela trató de calmarme. Me dijo: ``todo es por el bien de Arcadio. Tenemos que apartarlo del vicio porque, de otro modo, quizá lo atropellen de nuevo''. Desde entonces le pide a Dios que le mande a mi hermano otro accidente, pero chiquito, porque así volveré a pasarme algunas semanas junto a él, sin la preocupación de que se salga a tomar y sin miedo de que lo retachen a la granja Reencuentro.
Arcadio tuvo el accidente el año pasado. La culpa fue de mi jefe, porque una tarde que volvió de la obra y lo encontró borracho lo amenazó con pedirle a Silvano que otra vez se lo llevara a la granja. Mi hermano salió huyendo del cuarto. En un minuto se nos desapareció y no lo encontraron por más que anduvieron buscándolo.
Pensamos que, como otras veces, Arcadio iba a reaparecer en unos cuantos días, pero no fue así. Un sábado la dueña de la miscelánea vino a decirnos que mi brother la había llamado por teléfono para decirle que estaba en la Cruz Roja y necesitaba que fuéramos a verlo.
Cuando llegamos al hospital y vimos cómo estaba el Arcadio, a mi abuela se le salieron las lágrimas, Mi jefe, con todo y que es bien duro, se espantó; yo también sentí feo al verlo todo vendado. Quisimos sacarlo de allí, pero el doctor nos advirtió que mi hermano se encontraba delicado y debía guardar cama. La noticia me alegró: ``Dejaré de ir a la escuela para cuidarlo. Además, así de madreado como está, aunque se emborrache no lo mandarán al Reencuentro''.
Esa granja es el infierno. La conozco bien. Me la sé de memoria: reja verde, zaguán de cemento, patio bien triste. Alrededor están los cuartos. Dos para que duerman los internos. Los otros tienen encima de la puerta sus letreros: ``Anexo de expresión voluntaria''. ``Anexo de meditaciones compartidas.'' ``Anexo de Reconocimiento.'' ``Area de Reencuentro.''
A los visitantes no se nos permite la entrada a esos salones, pero Arcadio me ha dicho que son más bien bodegas sin ventanas ni nada. Tienen sillas de palo, huelen a orines y a humedad y allí los únicos que pueden hablar son los ``guías''. Quien se atreva a interrumpirlos ya se chingó, porque lo mandan al área de aislamiento: ``Un pinche calabozo donde te madrean, te bañan con agua fría y te la pasas hambreado''.
La primera vez que lo internaron, Arcadio estuvo cuatro semanas en la granja. Los domingos le llevábamos ropa limpia y comida, pero los guías no nos dejaban verlo. Dijeron que era parte del tratamiento. Híjole, cuando mi abuela y yo regresamos a la casa, sentí bien gacho de pensar que a lo mejor algunos de los gritos que se oían hasta el patio eran de Arcadio: ``Ayuda, ayuda. Nos están matando de hambre...''
Mi abuela también se mortificó mucho y le pidió a mi papá que al siguiente domingo nos acompañara al Reencuentro. ``A lo mejor dándole una mordidita a alguno de los guías podemos ver al Arcadio y enterarnos qué está pasando con él: tres semanas de aislamiento se me hace mucho. Quiero que deje de tomar, no que lo vuelvan santo''.
Mi abuela tuvo razón: a cambio de 40 pesos el guía de guardia -un tipo al que todos llamaban El Padrino- permitió que mi hermano saliera al patio. Me costó trabajo reconocerlo: estaba todo flaquito y me pareció menos alto. Cuando lo abracé sentí que temblaba. Mientras dábamos vueltas por el patio nos dijo que vivía muy contento y hasta hizo bromas; pero cuando mi papá le comentó que le faltaban dos semanas de tratamiento, Arcadio se soltó llorando y se hincó para jurarle a mi jefe que si lo sacaba de allí no volvería a tomar.
Como mi padre no le creyó, Arcadio me agarró de la camisa y se puso a zarandearme mientras decía: ``chaparro: diles que no me dejen aquí, que tú vigilarás que no tome ni siquiera una última copa''. En eso se acercó El Padrino para informarnos que el tiempo de visita había terminado y así, como muy dulcesito, le ordenó a mi hermano: ``despídase, compañero. Tenemos que seguir con su tratamien-
to''. A Arcadio se le llenaron los ojos de lágrimas y al despedirse me abrazó y me dijo quedito: ``pídele al jefe que me encierre, que me mate, que me haga lo que quiera, pero que no me deje aquí''.
Ya ni sé cuántas cosas tuve que prometerle a mi padre para convencerlo de que el lunes fuéramos por Arcadio. El Padrino se opuso, dijo que el tratamiento no estaba terminado, que Arcadio volvería a tomar y eso iba a ser un desprestigio para el Reencuentro. Luego, como vio que mi papá estaba decidido a llevarse a su hijo, aceptó liberarlo a cambio de mil 200 pesos.
Los conseguimos el miércoles. El jueves Arcadio volvió a la casa. Lo primero que hizo fue tirarse en su cama. Dos días no se levantó ni quiso comer. El domingo me pidió que lo ayudara a bañarse. Entonces le vi el cuerpo lleno de moretones y piquetes. ``Orale, pues. ¿Qué te hicieron?'' En vez de responderme, el Arcadio se soltó llorando. ``¿Qué te duele?'' Me contestó: ``acordarme''.
Sé que hice mal, pero no se me ocurrió otra manera de liberar a mi hermano: salí, compré una botellita de tequila, se la entregué y los dos comenzamos a beber. Nunca olvido que a cada rato me decía: ``la última y nos vamos''.