Néstor de Buen
A toro pasado

En estos días en que se conmemoran los 30 años del acto más doloroso de nuestra historia moderna, se ha hecho referencia a muchas cosas, particularmente a si hubo o no las famosas fuerzas extrañas que provocaron la rebeldía estudiantil. Pero no se ha dicho nada respecto a un fenómeno que no debe pasar desapercibido: la actitud del movimiento obrero, que ante un conflicto de tanta magnitud no hizo un solo día de huelga, ni intervino en modo alguno en apoyo al movimiento estudiantil.

Eran los tiempos, por supuesto, en que la CTM y sus organismos afines ocupaban masivamente el Congreso de la Unión, con un número importante de curules en la Cámara de Diputados, y algunas muy selectas en la de Senadores, por regla general otorgadas para los mayores silencios parlamentarios y ausencias prolongadas a Fidel Velázquez o a Jesús Yurén. También eran tiempos de bonanza económica, y las centrales cumplían con amplitud sus dos obligaciones principales: controlar a los trabajadores para que no se desmandaran y poner abundancia de votos a disposición del PRI.

Pasó la noche terrible del 2 de octubre. Al pueblo de México no se le dejó la oportunidad de contar sus muertos. Abarrotadas las instalaciones del Hospital Militar, la contabilidad se llevó a cabo con el lápiz político de no apuntar.

En su Informe de Gobierno del primero de septiembre de 1968 Gustavo Díaz Ordaz habría justificado, desde entonces, la intervención de las fuerzas públicas invocando, como era su estilo, ``las mismas disímiles fuerzas del interior y externas que han seguido confluyendo para tratar de agravar el conflicto, de extenderlo, complicando a otros grupos, y estorbar su solución''. Así se planteó la disyuntiva: ``El dilema es irreductible: ¿Debe o no intervenir la policía?''

No sólo la policía intervino. El Ejército, en mi concepto con evidente responsabilidad propia, se convirtió en el protagonista del drama. Pero es interesante leer lo que Fidel Velázquez dijo el 15 de noviembre de 1968, en un discurso pronunciado el día en que rindió Jesús Yurén su informe a la asamblea de la Federación de Trabajadores del Distrito Federal: ``El llamado movimiento estudiantil no tuvo en ninguna ocasión ni en ningún tiempo justificación, porque no levantó banderas de tipo educativo ni de interés de los estudiantesÉ'', agregando después, en la línea oficial: ``por esto, la CTM -que nunca creyó que los promotores del movimiento fueran a ceder, porque sabía, y lo reafirma ahora, que este movimiento tenía y tiene finalidades esencialmente políticas que emanan de consignas internacionales, y que está manejado por gente ajena al estudiantado- no sólo mantiene su postura de repulsión a la subversión, sino desea que los trabajadores que le pertenecen (frase que implica una notable confesión), adopten ya actitudes que puedan determinar que este conflicto desaparezca, ya que ha causado y seguirá causando primero grandes males a la juventud, y después a la sociedad, al gobierno y a la nación''.

Y después de afirmar que la CTM no había recurrido a la violencia, cuando ya los muertos de Tlatelolco eran parte del saldo de otros violentos, lanzaría su amenaza a toro pasado: ``si nos vemos agredidos por los estudiantes, si tratan de lesionar la estructura sindical, si pretenden minar la unidad de la organización, romper la disciplina, afectar los derechos de los trabajadores y usar para esto la violencia, deseamos advertir a los trabajadores que debemos estar dispuestos a controvertir, sí, con las ideas, pero contestar con violencia a la violencia que se manifieste en contra de la organización obrera''. Los muertos y encarcelados no pudieron contestarÉ

¡Triste papel! A todas las vergüenzas de la historia desangelada de la CTM hay que agregar, con palabras que no se olviden, su agravio a México en aquellos momentos trágicos.

Recibirían su premio. El primero de mayo de 1970 entraría en vigor su Ley Federal del Trabajo nueva. Prestacioncillas, un sistema de vivienda que nació muerto, y un corporativismo intocado y apapachado por sus muy eficaces juntas de conciliación y arbitraje. El gobierno pagó así el precio de la lealtad.