Carlos Bonfil
Mi hombre

A lo largo de más de dos décadas, Bertrand Blier ha conservado y confirmado su reputación inicial de cineasta iconoclasta, mal hablado, explícito en su manera de mostrar los cuerpos y paralelamente desnudar los sentimientos y obsesiones de sus personajes. Les valseuses, de 1974, mostraba ya esta franqueza expresiva, tan a contracorriente del cine comercial francés, estudiadamente atrevido, atento a las formalidades del buen decir y el buen filmar. Blier ha sido siempre un caso aparte. Sin tener la genialidad de un director como Marco Ferreri (La gran comilona, Te amo), es capaz de incursionar en territorios tan difíciles y perturbadores como los que aquél explora, y salir airoso y satisfecho, como quien acaba de cometer una travesura con la aplicación de un delincuente experto.

Bertrand Blier, hijo del actor Bernard Blier (Hotel del norte, Amanece, ambas de Marcel Carné), descubrió e impusó a actores notables, Gérard Depardieu, Patrick Dewaere y Miou-Miou, el triángulo amoroso, escandalizador y rebelde de Les valseuses. El lenguaje procaz, la desmesura verbal, la misoginia, la irreverencia y lo que hoy llamamos ``la incorrección política'', han sido aspectos distintivos de su estilo, como cuando en la película citada un personaje pretende adivinar la edad de las mujeres olfateando sus prendas íntimas. O muchos ejemplos más, cercanos todos al tipo de humorismo celebrado en los años setenta en el Café de la Gare parisiense, café teatro de humor muy grueso, de donde surgen figuras como el cómico Coluche o el cineasta Patrice Leconte. Humor también cercano al de los caricaturistas reunidos en la revista satírica francesa Charlie Hebdo, ``estúpida y malvada'', según su propia definición. Este humor, este lenguaje, las obsesiones de provocación y procacidad están presentes en varias de las cintas que el cineasta filma en los ochenta, y de manera muy particular en Vestido de fiesta (Tnue de soire, 1986), estelarizada por un Gérard Depardieu, convertido en travesti del Bosque de Boloña. En los noventa, Blier filma una comedia proletaria, Uno, dos, tres, sol, poblada de seres menesterosos, locos e inmigrantes de la periferia urbana. Por su carácter insolente y festivo, una bofetada a la Francia soñada por Le Pen.

En Mi hombre (Mon homme), Blier aborda una vez más, con la formidable Anouk Grinberg en el papel estelar de prostituta orgullosa de ser precisamente eso, el género de la comedia. Relato y fábula de la prostituta que se enamora de un pordiosero, al cual baña y protege, sometiéndose a su tiranía, confeccionándose a su antojo un padrote ideal, el hombre, su hombre, por el que será en lo sucesivo capaz de cualquier cosa. El pordiosero es Gérard Lanvin, uno de los actores franceses más cotizados, reconocible apenas bajo una barba espesa, diez kilos de abrigos, y la brutalidad seca del amante perfecto soñado por Marie, la prostituta agradecida.

Las mejores secuencias de la cinta son las que inauguran el relato, la manera en que Marie somete a un ama de casa insatisfecha al oficio de prostituta, los gags en torno de los clientes de edad avanzada, y la estupenda descripción de interiores del apartamento que habita Marie. El mundo amable y pintoresco que Billy Wilder imaginara en los sesenta en Irma la dulce, se transforma paulatinamente en un escenario sórdido, donde la miseria sexual y la crisis del desempleo son, una y otra vez, figuras del mismo discurso.

En la segunda parte de la cinta, un actor de moda, Olivier Martínez, interpreta a un personaje de corte brechtiano, y en escenas casi oníricas atraviesa una multitud mendigando una moneda, soportando las burlas de burgueses satisfechos, temerosos de perder sus magros privilegios. La propia Marie es un personaje ya vencido, que a su vez padece las inclemencias del envejecimiento precoz y su propia devaluación en el oficio. El tono de la cinta cambia. El espíritu mordaz se vuelve un tanto plañidero; incluso el padrote, misógino feroz, se vuelve hombre arrepentido que ofrece a todas las mujeres sus disculpas. ¿Claudicación del espíritu subversivo del cineasta o nueva tomadura de pelo del travieso misógino sexagenario? Bertrand Blier no facilita la respuesta; su especialidad consiste precisamente en confundir siempre las pistas. Si dejamos de lado las bravuconadas verbales teñidas de sexismo, lo que sobresale en el cine de Blier es su capacidad de mostrar la vulnerabilidad de los seres marginales, la tristeza de la solicitación sexual no atendida, la forma insidiosa en que la crisis social y el desempleo corroen lentamente las mejores expresiones del amor y la ternura.