Elvira Nava Courrech
Los damnificados del 68
Hasta que ingresé en la Preparatoria Nacional me enteré de que existían los sindicatos y los presos políticos, que la ONU no era buena, que en Cuba había triunfado la Revolución, que había estudiantes que trabajaban, que en otros países la gente se inconformaba públicamente y los jóvenes hacían casi lo que se les pegaba la gana.
A mis 18 años de edad, estaba absolutamente segura de que podía ayudar a cambiar el país ¡qué digo al país, al mundo! Tenía que haber justicia y democracia. Entendía como democracia la posibilidad de que la gente fuera escuchada, atendida. No se puede negar que el 68 cambió al país. Mi generación estrenó en México la minifalda y fuimos los primeros en entrar a Bellas Artes de pantalones de mezclilla, no de jeans. La importancia de la ropa, que hoy parece exagerada, radicaba en la actitud, en el desafío de la tradición, de la autodisciplina en uso. Si a la fecha el país es más democrático y si el voto sirve para algo, me parece muy cuestionable.
La participación activa en el movimiento nos daba la certeza de que éramos nosotros los que estábamos realizando el cambio, porque éramos nosotros, los anónimos, los que hacíamos las pintas, boteábamos, pintábamos las mantas, hacíamos mítines relámpago en los mercados, llevábamos la propaganda que salía de los mimeógrafos en la Universidad de una facultad a otra, con todos los riesgos que eso implicaba; hacíamos guardias y, además, nos divertíamos como enanos. Habíamos entrado a la realidad, inducíamos el cambio, éramos una parte activa de la nación. No había clases, pero fue un periodo en el que estudiamos, investigamos, redactamos, discutimos e intercambiamos la información más que nunca, porque era en serio, no era una tarea escolar. Teníamos que responder en muchos planos: el político, el social y hasta el familiar y el religioso, pues nuestra postura cuestionaba todo lo establecido.
Lo que hacíamos tenía un efecto: el movimiento crecía, el gobierno nos amenazaba, lo cual quería decir que existíamos, y las diferencias con la familia aumentaban día a día. Fue una experiencia enriquecedora, un tiempo maravilloso en el que todos estuvimos seguros de que sí se podía; un sueño que, como todos los sueños, terminó. Y terminó muy mal. Al menos yo, no necesitaba que me balearan para despertar. En Tlatelolco no vi si el Batallón Olympia disparaba contra militares uniformados, y mi único error era estar en medio de los dos; de lo que estoy segura es de que todos, muchos, los que veían que disparaban, que eran los del guante blanco tirados en el suelo, el helicóptero y los soldados me disparaban a mí. Me sigue pareciendo absolutamente irrelevante quién trataba de matarme, lo importante es que no me dieron. Sigo sin saber de quién me escapé, si del Batallón Olympia, de los uniformados, de la traición de los líderes que no estaban allí, o de todos.
A treinta años de distancia, me parece que no gané ni perdí; lo bailado ni quién me lo quite, estoy viva y libre de culpas. Me quedó la experiencia, la satisfacción de haberlo hecho. Sigo registrando inconcientemente el paso de los helicópteros, y si le tengo que contar a alguien la historia de Tlatelolco, vuelvo a llorar. Pero considero que perdimos cuando veo que se siguen dando matanzas como la de Acteal o la de Aguas Blancas, en las que los indígenas matan a sus hermanos a traición y por la espalda en las cañadas o en el interior de las iglesias, manipulados por los caciques y sirviendo a sus intereses, mientras que otros, dueños del poder y del dinero, se ocupan de la conveniencia teórica del neoliberalismo; los responsables de la conducción del país anuncian a su tiempo la nueva crisis económica sexenal y elaboran sesudas teorías sobre los robos perpetrados por delincuentes de cuello blanco. Robos que ni siquiera son impunes, pues no se viola ninguna ley; se actúa conforme a derecho. Botines cuyo monto exacto no se conocerá jamás, pero que todos sabemos que equivalen a los lugares de escuela de los jóvenes que fueron rechazados; a los medicamentos que faltan en las instituciones de salud pública; a los empleos que no encuentran los que buscan trabajo afanosamente durante muchos meses; a los libros, los paseos, los conciertos, las películas, los discos, los deportes y todo lo que los afortunados que aún tienen empleo dejan de adquirir cada vez que se tienen que ``apretar el cinturón''; a las casas, comida y afecto que no tienen los miles de niños de la calle; a una forma de producción sensata y rentable que los campesinos no sólo no tienen, sino que ni siquiera conocen; en fin, a la satisfacción de muchas de las hambres que padece el país. La democracia y el voto no sirven contra el atraco que representa la privatización de los fondos de pensiones de los trabajadores, el fracaso del sistema educativo nacional y todas las inequidades que se han tornado en nuestra vida diaria. La libertad de prensa no ha logrado mover a la juventud, no luchan por nada; no quieren nada; son apáticos; quizá porque, entre otras cosas, tampoco tienen futuro. La de la prensa ya no es libertad, es cinismo. En México no se condena a muerte a los disidentes, se les otorgan becas y premios.
Los famosos líderes del 68 consiguieron lo que querían desde el principio: poder. Se fueron becados al extranjero, tienen sus curules, son dirigentes de partidos políticos, y si bien algunos hasta se echaron unos años en la cárcel, ahora intentan cambiar al país desde dentro del sistema; ya participan de todo y están muy contentos con la reforma electoral y con el ``cambio''; conceden entrevistas para los medios y se consideran auténticos dueños del movimiento.
El cambio que efectivamente se dio en el 68 se quedó en la parte anónima de esa generación, no siguió adelante. La voluntad y la participación de los brigadistas se diluyó y todo volvió a ser como antes, con otros nombres.
Hasta aquí lo que escribí originalmente y luego mis amigos sesentaiocheros lo leyeron y lo criticaron. Unos dijeron que era demasiado autobiográfico y que de inmediato sería catalogado como literatura femenina. Otros opinaron que si le quitaba lo autobiográfico no quedaría nada y no se entendería. Polo dice que le falta. Que si no me conociera le parecería bien, pero que es necesario que diga todo lo demás: que después del movimiento me fui a una comuna hippie en busca del hombre nuevo, hasta que la Federal de Narcóticos nos sacó de nuestro paraíso al cabo de unos meses. Desde entonces me reinstalé en la sociedad, que no me gustaba, y he trabajado en la iniciativa privada, siempre en empresas alemanas, casi totalmente disciplinada. Polo insiste en que ahora, a mis 48 años de edad, mi único parámetro es la eficiencia y que es bajo ese único criterio que aprecio la vida.
En el 68 mi mamá me decía que no se podía tener al mismo tiempo dignidad e hijos que mantener. Creo que tenía razón.