La Jornada 3 de octubre de 1998

En la marcha de todos, un 68 para cada quien

Arturo García Hernández Ť Esa multitud que chapotea sobre los charcos que dejó el aguacero sólo ofrece una certeza: no es uno, son muchos los sesentayochos que se conmemoran esta tarde. Tantos como lo permiten la variedad generacional, la procedencia social, el nivel académico, el contingente, la profesión, y hasta la historia personal de los miles que marchan del Zócalo a Tlatelolco para reiterar, 30 años después: 2 de octubre no se olvida.

Uno es el sesentayocho del sociólogo cincuentón -estudiante de la Prepa 9 en aquel año- que poco antes del inicio de la marcha se echa un trago en la cantina El Nivel, a un costado de Palacio Nacional, mientras relata a sus tres contertulios cómo logró salir vivo de la Plaza de las Tres Culturas: ``Yo estuve ahí, en unas escaleras del edificio Chihuahua, abajito de donde estaban los oradores, cuando se empezaron a oir los disparos. Sentía una angustia de rata encerrada. No sabía qué hacer, para dónde correr''.

Por momentos, la voz se le atora con la intensidad del recuerdo, pero se sobrepone: ``llegamos a un departamento y vi una alfombra de cuerpos temblorosos. Una señora rezaba y decía: `¡Dios mío, ayuda a los de afuera! ¡Jesús sacramentado, ayúdalos!' Pero nadie se atrevía a asomarse a la ventana. Yo no me atreví. La verdad, no tuve güevos para hacerlo...''

Otro sesentayocho es el de los llamados líderes históricos de ese año, a la cabeza de la marcha, que pasadas las cuatro de la tarde empieza a vaciar el Zócalo como un reloj de arena. Ahí van Raúl Alvarez Garín, Arnulfo Aquino, Fernando Avila, Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Raúl Jardón, Pablo Gómez, René Villanueva, Aurelio Reza, Fernando Avila y Eduardo Valle, quien se une al contingente en la esquina de 5 de Mayo y Filomento Mata, ante los vítores y aplausos de quienes lo rodean. Tantos, como los cosechados por Carlos Monsiváis, también al integrarse a la marabunta humana en el Eje Central.

La conmemoración del ``contingente histórico'' es, sobre todo, festiva, enjundiosa. Y sus consignas van y vienen en el tiempo: desde las nostálgicas ``¡Che!, ¡Che!, ¡Che Guevara!'', ``¡Ho!, ¡Ho!, ¡Ho-Chi-Min!'' y ``¡No-queremos-olimpiadas, queremos-revolución!'', hasta ``¡E-zeta-ele-ene! ¡E-zeta-ele-ene!'', ``¡Marcos! ¡Marcos! ¡Marcos!'' y ``¡No-que-no, sí-que-sí, los-asesinos-son- del-PRI!''. De todo sueltan a todo pulmón, ya sin los temores de hace 30 años.

Cuando pasan frente a Garibaldi, para descender por el desnivel que atraviesa Paseo de la Reforma, una mujer que no había nacido en el año que se conmemora, con un clavel rojo en el centro de su escote, estruja la mano a su novio y le dice: ``¿A poco no se te enchina el cuero?''.

También Ana Colchero y Luis de Tavira, que encabezan el contingente de teatro, tienen su sesentayocho particular. El de la actriz, que tampoco había nacido entonces, es uno de oídas. Pero se une a la conmemoración ``porque es parte de nuestra historia, porque fue el comienzo de la búsqueda de democracia; fue el comienzo del despertar de México y un parteaguas muy, muy importante para nosotros. Se han ganado espacios pero falta construir la democracia''.

A De Tavira no le tuvieron que contar, el estuvo allí y sobrevivió por que se escondió durante horas abajo de un coche, hasta que terminó la balacera. Todavía se estremece: ``El 68 es para mí un violento recordatorio de cuánto sigue pendiente, de los reclamos, de los sueños que se fraguaron con sangre entonces. Siguen pendientes ni más ni menos que el proyecto de país, la justicia social, la democracia y el conocimiento de unos y otros en sus diferencias; y todo esto hoy se llama Chiapas, se llama comunidades indígenas, alternativa democrática. Se ha ganado conciencia, sociedad civil, compromiso artístico''.

En cambio, el sesentayocho de Karla Alvarez y Linnet Rivera, un par de darks de16 años, es un hecho remoto pero con el que se identifican porque ``a ellos no los dejaron ejercer su libertad de expresión y porque la represión sigue. El gobierno deja expresar lo que le conviene y lo que no, no. Por ejemplo a los punks y a los darks no los dejan expresarse porque estamos contra el gobierno y al gobierno le duele que le digan sus verdades''.

Cámara de video en mano, Anónimo, vocalista de Café Tacuba, recorre la plaza, filma a los oradores en el edificio Chihuahua y después recorre a la multitud bajo la lluvia que regresa. El también tiene su sesentayocho: ``Que tanta gente se reúna por esto es refrescar la memoria; es saludable, es como una línea en la historia. Uno piensa en los motivos por los que se luchaba y se sufría en aquellos años y pues son muy parecidos a los que vivimos ahora. Tal vez ahora más demoledores, o será que los estamos viviendo en carne propia. Pero 30 años en la historia no es nada, no es ni un pestañeo''.

Doloroso hasta las lágrimas sigue siendo el sesentayocho de Lida Saldaña Aguilar, que entonces estudiaba el primer año de ciencias médico biológicas en el IPN. No atiende a los oradores. Permanece silenciosa y sollozante a un lado de la estela erigida en homenaje a los caídos, en cuya base decenas de velas y veladoras parpadean entre flores, coronas luctuosas y conmovedoras cartas que recuerdan a sus muertos. El 2 de octubre de hace treinta años, Lida Saldaña asistió al mítin, acompañada de varios compañeros de la escuela: ``Tenía yo 17 años. Fue una masacre horrible. Eramos jóvenes sin ninguna malicia, gente que no era provocadora. Nos habíamos puesto una tela adhesiva para no provocar. Cuando vimos los tanques de guerra pensamos que nada más era para asustarnos, pero al momento que empezaron a disparar, a uno de mis compañeros le cayó una bala en el pecho. Cayó a mis pies. En aquel entonces no sabía lo que era una bala expansiva; cuando lo quise levantar, tenía un boquete en la espalda. Todos empezamos a dispersarnos, a tocar puertas. No nos abrieron. Empezaron a caminar los tanques. No les importó si era gente joven, si era gente vieja. Ellos siguieron su paso y a la gente que veían caída, la fueron aplastando; a los jóvenes que ibamos corriendo nos pusieron la bayoneta. Nos iban ensartando como salchicha. La verdad, la poca gente que nos salvamos no sabemos ni por qué. Yo realmente siento que le debo la vida a uno de los soldados porque al momento que me puso la bayoneta la bajó, me jaló de la mano y lo que hizo fue sacarme a la glorieta de Peralvillo, me dijo: `vete'. Volteé un momento y vi todo lleno de sangre. La verdad, no sabía porque se había hecho todo esto''.

Y así pueden seguirse contando sesentayochos, como el de los jóvenes que llegaron con mucha curiosidad, con mucha emoción, como esperando encontrar el espíritu épico del que han leído o han escuchado. Pero cuando vieron que las intervenciones de los oradores se prolongaron interrumpiedamente durante más de dos horas, empezaron a retirarse mientras reclamaban: ``¿Esto fue todo?''.

Cada quien tiene su sesentayocho.