José Revueltas
A la espera de esa matanza de los inocentes
La gran desgracia, el cataclismo que iba a sobrevenir tarde o temprano, acaso ya muy pronto, le impedía pasar de ahí la horrible necesidad de mantener a la espera de esa matanza de los inocentes. Las palabras precisaban, con su mediación, la irrealidad de los hombres y las mujeres del jardín, de los niños, de la niña a la mitad del jardín entre los alaridos de la memoria de las estatuas.
La vida era el caos, el dolor, el desorden y los alaridos con que se expresaba esa memoria de las estatuas derribadas. Todos éramos algún fragmento de la memoria de nuestra estatua, dispersa: un torso, un vientre, un hombre, una espalda, un pie, cuya unidad con la estatua sólo nos era dable recobrar en el recuerdo, esa forma de la vida que ya es el ahora y aquí de nuestra muerte, el estar muertos desde luego, en cuanto se nos nombra o nos nombramos. Soy Ezequiel, soy un momento de Ezequiel, la forma en que me recuerda ese Ezequiel muerto hace unos miles de años, y la forma en que, tan muerto como Ezequiel, soy un recuerdo vivo en el presente. Sólo vive lo que muere, y en la medida y al tiempo en que se muere. No se puede llamar a nada ni a nadie por su nombre si no lo tocamos y sufrimos. Nadie se puede llamar Ezequiel. Yo no soy Ezequiel, soy nada más su muerte. La mano de madera ascendió de nuevo ante sus ojos. Ahora con el libro abierto. ``Y así comerán los hijos de Israel su pan inmundo, entre las gentes donde los lanzaré yo... porque les faltará el pan y el agua y se espantarán los unos a los otros, y se consumirán por su maldad''. Apartó la vista del libro y miró por la ventana, por la otra ventana, para comprobar si ahí estaban, puntuales y sumisos, los ojos. Se les había ordenado a los hombres de allá abajo, a los no-seres del jardín, que no apartaran la mirada, ni por un solo instante de Ezequiel, ese hombre por el que sentían horror a causa de estar hecho por completo de madera.
A través de los cristales miraba allá abajo, a los hombres y mujeres confundidos con los arbustos, entre ese pedazo de estatua, un muslo con llagas de piedra corroída, una rizada cabeza de adolescentes ojos ciegos, un pie que caminaba sin cuerpo, el perfil de un torso, la nariz y los labios de un león que reía con media cara, y la niña, a la que no hubiese querido ver jamás, a la mitad del jardín. ``El que estuviese lejos, morirá de pestilencia, y el que estuviese cerca, caerá a cuchillo, y el que quedase y fuese cercado, morirá de hambre: así... las palabras de igual modo, y al mismo tiempo que las ampollas y cráteres del vidrio, distorsionaban sus cuerpos y los hacían ondular, caprichosa y sobrenaturalmente.
(*) Querido José,
Quiero decirte que en el acto de ayer, sobre el 68-98, en la Universidad Michoacana, se te hizo un homenaje. Al buscar entre los viejos y amarillentos papeles encontré este manuscrito tuyo como parte de un texto que le dedicaste a Marín Dozal. Decidí mandarlo a La Jornada. La fecha no podía ser más puntual.
Sabe que por estas tierras se te quiere y se te recuerda. Fernanda, la Navarro.
(Texto inédito.)