Mario Núñez Mariel
Echeverría y la CIA
La dificultad de esclarecer histórica y penalmente los crímenes de Estado estriba en que no se trata de la relación simple entre investigadores y criminales, sino de una compleja relación de fuerza. De un lado tenemos a todos los interesados en el esclarecimiento de dichos crímenes que con ejemplar persistencia insisten en la apertura de archivos, recolección de testimonios y seguimiento de líneas plausibles de investigación; y del otro lado se encuentran aquellos grupos minoritarios de la oligarquía mexicana con intereses evidentes para evitar que se esclarezcan los hechos delictivos de sus gobiernos, protegiendo de esa manera los enormes capitales de procedencia ``inexplicable'', el régimen de las impunidades sistemáticas, las redes de complicidad y secrecía disciplinada que encontraron como último resguardo el asesinato de sus opositores --incurriendo en 1968 en el genocidio nunca esclarecido--.
Si Luis Echeverría aún duerme tranquilo es mera anécdota. El problema no es personal, es de Estado. Por ello es endeble el refugio adoptado por el ex presidente cuando le achaca toda la responsabilidad del genocidio a Gustavo Díaz Ordaz, sin reconocer su cada vez más evidente participación en la planeación maquinación y provocación de la masacre de Tlatelolco. Ahora no se trata de condenar a los muertos sin posibilidad de defenderse, sino de juzgar a los vivos que todavía circulan sin responder de sus actos de gobierno ligados a un crimen de Estado.
Pues bien, existen sospechas fundadas de que en 1968 nuestro actor recurrió al viejo expediente de prender el fuego para después volverse indispensable, apagándolo con lujo de salvajismo, y alcanzar así la máxima magistratura. Qué mejor que prenderle fuego a las Olimpiadas para después apagarlo con todo el peso del Estado y la anuencia de Estados Unidos. Seamos coherentes, así como los planes transexenales de Salinas sirven de contexto para acercanos a la explicación del asesinato de Luis Donaldo Colosio, el furor de Echeverría por alcanzar la Presidencia sirve de contexto para orientar la investigación sobre el genocidio ligado a la sucesión que lo beneficia.
Hipótesis plausible, si se piensa que para ello pudo valerse de sus amplias conexiones como secretario de Gobernación con algunos sectores del Ejército que quizás expliquen la actuación del Batallón Olimpia, y cómo olvidar que la Federal de Seguridad se encontraba bajo sus órdenes cuando le dispara al propio Ejercito en Tlatelolco desde el edificio Chihuahua. Contaba además Echeverría con apoyos significativos en las altas esferas del gobierno que permitían el control del entorno del presidente Díaz Ordaz y de la información ``relevante'', o desinformación manipulada, que éste recibía sobre el movimiento estudiantil. Y qué decir sobre las muy significativas declaraciones recientes de la senadora Irma Serrano en torno a la responsabilidad de Echeverría en el dictado de las órdenes que llevaron a la matanza del 2 de octubre.
El supuesto de una posible conspiración nacida en Bucareli en 1968 se vuelve más creíble si se considera que a lo largo de todo el movimiento estuvieron directamente bajo el control del secretario de Gobernación, valga reiterarlo, los servicios de información y operativos de la Dirección Federal de Seguridad, así como las redes de informantes y agentes provocadores que se encargaban de las tareas sucias de infiltración y sembrado de mensajes entre las organizaciones radicales de izquierda y en el mismo Consejo Nacional de Huelga. Súmese a esos recursos de información, provocación y represión, la sumisión y complicidad de los cuerpos policiacos uniformados y de todo el priísmo y sus aparatos corporativos --después de todo se trataba del posible delfín en el mando del régimen y su sistema--.
Finalmente, como elemento de extrema importancia en la validación de nuestra hipótesis sobre la posible conspiración que condujo al crimen de Estado de 1968, tenemos un hecho fehaciente: Luis Echeverría usó desde 1966, según se ha documentado, sus amplias y privilegiadas relaciones con la CIA para impulsar su carrera a la Presidencia, lo que demuestra que era capaz de cualquier cosa con tal de subir el último peldaño hacia el poder absoluto. Podríamos suponer por tanto: si hubo una conspiración extranjera en 1968, fue la que encabezó el propio Echeverría (Agee, Philip. Inside the Company: CIA Diary. Stonechill, New York, NY, 1975, pags. 509, 525, 553-557 y 607).