Horacio Labastida
Dos de octubre
Como la participación del Ejército, las policías capitalinas y grupos paramilitares fue evidente e inocultable -todos los vieron disparar armas y practicar toda clase de violencias contra los congregados en la Plaza de Tlatelolco-, no hay ninguna duda de que los hechos fueron ordenados, planeados y ejecutados con el acuerdo de las más altas autoridades de la época, hecho incontrovertible que sólo pueden poner en duda los representantes de los enormes intereses económicos y políticos encubiertos en el presidencialismo autoritario que se configuró hace 30 años dentro del gobierno de facto que ha manipulado a México en el último medio siglo. Que los expedientes penales sobre el genocidio no se hayan abierto o, en su caso, nunca pasaron de las eternas investigaciones tan frecuentes en nuestro país, no sorprende a nadie, puesto que suponer o esperar otra cosa sería una contradicción en sí misma, porque utópico es admitir que el delincuente aporte las pruebas de su delito para su castigo; sin embargo, tienen razón el diputado Pablo Gómez y el presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Luis Morales Reyes, al exigir o proponer que sean abiertos los archivos reservados de las secretarías vinculadas con aquellos hechos, comprendidos naturalmente los policiales, a fin de deslindar responsabilidades, advirtiéndose por lo demás que si se encuentra que los documentos han desaparecido, la desaparición misma será un elemento más en el develamiento de la verdad: exigirla en los hechos del 68, declaró Morales Reyes (La Jornada, núm. 5054), ``es tan congruente como pedir que se esclarezca la masacre de Acteal o los hechos del 10 de junio de 1971''.
Pero no bastaría con precisar nombres de personajes involucrados en el trágico homicidio colectivo, ya que la justicia es mucho más profunda que la exhibición de criminales; importa tanto o más que esto dar una explicación del porqué de los acontecimientos abominables, a fin de generar condiciones que hagan imposible su repetición. No se olvide que nuestra historia moderna chorrea sangre por todas partes. Con la fuerza pública el entonces Primer Jefe Carranza abatió las protestas obreras de 1916; Calles y sus gentes asesinaron a los vasconcelistas en Topilejo hacia 1929, dos años después de consumada la matanza de Huitzilac (1927), y un sexenio adelante del homicidio de Villa en Hidalgo del Parral -Zapata había caído en Chinameca (1919), baleado por los enemigos del movimiento revolucionario-; entre 1959 y 1960 se desató la persecución, asesinatos o encarcelamientos de los ferrocarrileros vallejistas porque solicitaban mejoría en sus ingresos, así como de telefonistas y maestros, y se registró el espantoso aniquilamiento de Rubén Jaramillo, su familia y campesinos que lo acompañaban -López Mateos era Presidente y Díaz Ordaz secretario de Gobernación-; y a partir de entonces, en plena guerra fría y dentro de la atmósfera libertaria que en Latinoamérica activó el triunfo castrista en Cuba (1959), amenazada por la severa contrainsurgencia de Washington, cultivaríase, según acertadamente lo señaló el senador Jorge Calderón (La Jornada, núm. 5054), el espantoso y repugnante aplastamiento de los estudiantes en Tlatelolco.
La historia es maestra muy sabia. En todos los casos mencionados se buscó o consiguió destruir la exigencia democrática de un pueblo opuesto a los intereses creados: lo declaró de este modo al sancionar la Constitución de 1917. La inmediata transgresión de este código supremo por el propio gobierno del Estado lo transformó en un presidencialismo autoritario y violador de los mandamientos legales y al servicio, como poder político, de las élites económicas dominantes al interior del país o en su amalgamiento con el capitalismo multinacional, que en nuestro continente representa la Casa Blanca. En consecuencia, en lugar de un Estado defensor de las masas populares mexicanas, se ha establecido un gobierno opuesto a los intereses democráticos de la nación, causándose como efecto trascendental la crisis histórica que se vive en un México víctima de opresiones y represiones ciudadanas -2 de octubre o Acteal-, y ésta es la gravísima situación que caracteriza las hondas inestabilidades en que nos encontramos. El reto está a la vista: la restauración democrática de un México que ha sido terriblemente desgarrado en su ser económico y político desde que Obregón miró con buenos ojos el drama de Tlaxcalaltongo y mandó disparar contra el pueblo sus multiplicados y aún inconclusos cañonazos de 50 mil pesos.