La Jornada viernes 2 de octubre de 1998

Pablo Gómez
Dos de octubre

El Batallón Olimpia se movió exactamente al mismo tiempo que la tropa uniformada, lo cual evidencia un mando conjunto. Pero los militares armados y vestidos de civil --en contravención de las más elementales normas castrenses de paz y de guerra-- llegaron primero por la escalera sur del tercer piso del edificio Chihuahua, donde se encontraba la presidencia del mitin. Con sus armas amenazantes, los soldados empezaron a someter a los estudiantes y periodistas. Un hombre alto, rubio, vestido de traje azul, se acercó al barandal y disparó una pistola automática varias veces. Llegaron entonces a la terraza los del Batallón Olimpia que venían subiendo por la escalera norte. Corrí hacia arriba dos pisos y entré a un departamento unos segundos antes de que una ráfaga de ametralladora penetrara por el ventanal que daba a la plaza y se llenara la estancia de polvo y esquirlas. Nunca hubo balas de salva. Al suelo todos y, arrastrándose, hacia las habitaciones que daban al otro lado del edificio para protegerse del fuego ininterrumpido que, durante horas, se lanzó contra el edificio.

El único estudiante que fue acusado formal y personalmente de haber disparado desde el tercer piso del edificio Chihuahua fue Carlos Andrade Ruiz, quien nunca estuvo en el inmueble, sino en la plaza donde la tropa lo detuvo. El único estudiante que fue desarmado en el tercer piso, sin haber disparado, fue Florencio López Osuna. Desde el Chihuahua no hubo más tiros que los provenientes de las armas de los militares vestidos de civil y que portaban un guante blanco.

La versión oficial fue que el ejército había sido recibido con fuego graneado de francotiradores y que los soldados se habían defendido. La prensa dio cuenta con el parte oficial y el nombre del Batallón Olimpia apareció hasta tiempo después.

¿Por qué el gobierno recurrió a la matanza como instrumento de terrorismo de Estado? La explicación se encuentra en los sucesos del 28 de agosto en el Zócalo y en la proximidad de los Juegos Olímpicos. En aquella fecha, el PRI realizó un desagravio a la bandera, pues en la madrugada --después del desalojo de los estudiantes-- se había izado un gran paño rojinegro. La concurrencia estaba compuesta por los congresistas de la CNC, llevados por Gómez Villanueva, y los empleados públicos acarreados por los líderes charros y los funcionarios. Al término del desagravio, los trabajadores se mantuvieron en el Zócalo escuchando a los pocos estudiantes que habían llegado a informar sobre los sucesos de la noche anterior. Cuando a través de los altavoces se ordenó el retiro del público forzado, la gente silbó y se mantuvo en la plaza. Los tanques hicieron su aparición y, aún así, los empleados se resistían a abandonar el lugar, mientras que llovían monedas usadas como proyectiles y, desde un balcón de Palacio, alguien lanzó una máquina de escribir sobre la tropa.

Díaz Ordaz no podía usar a los sindicatos oficiales ni a la CNOP como instrumentos políticos ofensivos contra el movimiento. El gobierno solamente contaba con la violencia, que venía usando reiteradamente, gracias al apoyo incondicional de los jefes militares, pues la policía no era suficiente para disolver a los estudiantes cuando éstos se encontraban en gran número y la prensa --la otra arma-- se mostraba incapaz de engañar a todos.

Entre el 2 de octubre y el 12 del mismo mes no habría más que un soplo de tiempo. Pero esta última fecha no sería solamente ``el día de la raza'', sino la inauguración de la gran fiesta mundial de la juventud deportista, acto que debería tener lugar en el estadio olímpico de la Ciudad Universitaria, recién desalojada por el Ejército.

El Presidente tenía que negociar un arreglo con los estudiantes o intensificar el terror. Evidentemente, Díaz Ordaz y su gabinete optaron por lo segundo, con todo el apoyo del aparato del Estado. Las olimpiadas fueron vergonzosamente brillantes y ningún gobierno siquiera se plateó boicotearlas.

Entre el 27 de agosto y el 2 de octubre no hubo más que dos procesos: las nuevas y brillantes acciones del movimiento estudiantil, entre ellas la gran manifestación silenciosa del 13 de septiembre, por un lado; por el otro, la escalada represiva del gobierno, desde la ocupación militar de la Ciudad Universitaria y el Casco de Santo Tomás hasta la matanza de Tlatelolco.

Por la mañana del día de la matanza se produjeron dos reuniones: en la casa del Rector, entre los recién nombrados emisarios presidenciales --Caso y De la Vega-- y tres miembros del Consejo Nacional de Huelga, sin que se llegara a ningún acuerdo; y en Los Pinos, entre Díaz Ordaz y Luis Echeverría, entonces secretario de Gobernación --según consta en los papeles de esa dependencia, recientemente recuperados por una comisión especial de la Cámara de Diputados--, sin que se conozca el contenido de la conversación.

Las conspiraciones internacionales denunciadas por el gobierno, así como las supuestas pugnas en el gobierno y otras fantasías justificadoras del crimen, jamás existieron. Los estudiantes y muchos de sus profesores, así como una creciente cantidad de mexicanos carentes de instrumentos propios de organización y acción política, buscaban las libertades democráticas, tal como lo mencionaba el lema del movimiento.

El 2 de octubre fue un crimen de Estado y, como tal, debe ser juzgado con los instrumentos del derecho y con los de la historia.