La Jornada viernes 2 de octubre de 1998

Jorge Camil
In memoriam

Hoy es preciso entonar el hermoso poema de Rosario Castellanos: La oscuridad engendra la violencia / y la violencia pide oscuridad para cuajar el crimen / Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche para que nadie viera la mano que empuñaba el arma, / sino sólo su efecto de relámpago*.

Con fotos color sepia que evocan la tragedia y nos llevan como en cámara lenta hacia el pasado, Newsweek (28/09/98) reflexiona sobre los orígenes y consecuencias históricas del conflicto y concluye que ``muchos aceptan el 68 como el nacimiento de la democracia mexicana, pero no todos''. Y dentro de éstos cita a Héctor Aguilar Camín, ``cansado de las invenciones sobre 1968'' y de la leyenda de que el 68 ``desató el proceso de democratización del país''.

Lo que no es una leyenda es que la noche de Tlatelolco desató la descomposición del sistema político mexicano. Por un cuarto de siglo, la contundente represión estudiantil compró la paz de los sepulcros y la paseó como escarmiento a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, hasta que el espectro de la violencia se encarnó nuevamente en el engendro de la guerra, en enero de 1994.

Tlatelolco y Chiapas -sombras del pasado y realidades del porvenir-, dos tragedias nacionales que revelan el espejismo del crecimiento que no viene acompañado de bienestar y apertura democrática. Tlatelolco interrumpió el sueño autocomplaciente del ``milagro económico'' atribuido al desarrollo estabilizador, y Chiapas mató en la cuna la euforia neoliberal que celebraba, junto con el año nuevo, la entrada en vigor del TLC.

En la introducción a la versión inglesa del maravilloso libro de testimonios de Elena Poniatowska, Massacre in Mexico, Octavio Paz recogió el famoso ``¿por qué?'' de Abel Quezada y advirtió que sólo cuando se conteste esa pregunta, pendiente desde 1968, ``podrá el país recobrar la confianza en sus líderes y en sus instituciones''.

Democratización, concluyó Paz, es la síntesis de las aspiraciones populares del 68. Treinta años después conocemos la respuesta a la pregunta formulada por Octavio Paz y Abel Quezada: la oscuridad que engendró la violencia el 2 de octubre de 1968 fue la de un sistema político que había perdido contacto con el pueblo y justificaba el bienestar con cifras económicas, pero que cerraba las puertas a la modernidad y a la democracia. (La oscuridad que engendró la violencia el 1o de enero de 1994 fue el maniqueísmo de una engañosa apertura al exterior que no estaba sustentada en un estado de derecho).

Es cierto que la tragedia de la Plaza de las Tres Culturas arrojó inicialmente muchas víctimas inocentes y muy pocos culpables. Sin embargo, a 30 años de la masacre la historia revela como verdadero culpable a un sistema político desgastado e incapaz de dialogar con el pueblo.

Este año se publicaron en Francia varios libros de testimonios, fotografías y crónicas sobre los acontecimientos de 1968, pero ninguno tiene el profundo dramatismo de los testimonios recogidos por Elena Poniatowska. En aquéllos, la revuelta estudiantil francesa aparece como un happening -``todos somos judíos alemanes'' (en honor de Daniel Cohn-Bendit, hoy respetable legislador de los ``verdes'' alemanes); el hedonismo de Hebert Marcuse: make love not war -o, como diría en su momento André Malraux, una ``crisis de civilización''.

En cambio, el testimonio colectivo de Poniatowska es un coro griego que eleva el réquiem de un conflicto existencial en el cual intervinieron muchas manos: ``la mano que empuñaba el arma'' del Memorial de Rosario Castellanos; las manos misteriosas de los ``mano blanca'' -¿policías?, ¿militares?, ¿agentes provocadores?-, que dispersos entre la multitud con un guante blanco disparaban a quemarropa contra manifestantes y curiosos; la ``mano tendida'' en Guadalajara, desde las alturas del Poder Ejecutivo, que nadie quiso tomar; las manos de los granaderos y soldados que quebraban cabezas como si fueran piñatas; la mano que disparó el relámpago verde de una luz de bengala desde el helicóptero que como ``ave de mal agüero'' sobrevolaba la Plaza -``de las Tres Culturas'', como se llama; o ``de las Sepulturas'', como la apodó Demetrio Vallejo; o ``de los Sacrificios'', como la llamó Octavio Paz- y después, al final, la mano negra de la muerte que dejó los muros de Tlatelolco empapados en sangre.

*Al día siguiente, nadie./La plaza amaneció barrida;/los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo (...) /ni un minuto de silencio en el banquete./ (Pues prosiguió el banquete.)