Armando Bartra
Reivindicación de la política
Especial para La Jornada Ť Hay muchos 68. En la hora de las consagraciones todos acarrean 68 a su molino. Y cada quien inventa su propio 68.
Pero hace 30 años hubo, sobre todo, dos 68: el de los mexicanos del común, desmañanados por aquel gallo libertario, y el de los que ya éramos contestatarios antes del movimiento.
1. Para las mayorías de a pie, el 68 devino en 68 con el transcurso del tiempo. El proverbial parteaguas no lo fue desde pequeño; tuvieron que pasar algunos años para que el movimiento se instalara en el imaginario colectivo. Así como el zapatismo de Morelos se hizo patrimonio nacional y bandera de los campesinos, todos, en las décadas de la posrevolución, el 68 se tornó referencia insoslayable y emblema de las nuevas luchas por la democracia a medida que participantes y testigos trascendieron el espeso silencio del sistema.
Un movimiento muy contestatario
Los que ya éramos de izquierda cuando irrumpió el movimiento habíamos vivido nuestro 68 iniciático diez años antes. El 58 ferrocarrilero fue un movimiento gremial, legítimo y ordenado, cuya desmedida represión militar suprimió la poca credibilidad que le quedaba a la ``revolución hecha gobierno'' y puso a los presos políticos en el centro de la mala conciencia nacional.
Pero el 68 fue contestatario hasta para los que ya éramos contestatarios. El movimiento estudiantil movió tapetes, sacudió dogmas, alentó saludables heterodoxias.
2. Para muchos, la ruptura más trascendente consistió en otorgarle papel protagónico a los movimientos sociales. La izquierda ``vanguardista'', que lo apostaba todo a la dirección esclarecida de un partido revolucionario, se encontró con un movilización de base, articulada por brigadas y comités, cuya creatividad rebasaba con mucho a los aparatos políticos preexistentes.
En adelante, la preocupación por la ``cabeza del proletariado'' dejó paso a la preocupación por el proletariado propiamente dicho. Y es que los activistas posesentaiocheros preferían trabajar en la fábrica, la colonia o la comunidad rural, a enclaustrarse en las reuniones del partido. Así, el espíritu ``narodniki'' se impuso al talante ``bolchevique'', y los años setenta fueron escenario de una multitudinaria ``marcha al pueblo'', protagonizada por la nueva y definitivamente populista intelectualidad revolucionaria.
Después de los ``sesentaiochos'' que sacudieron al mundo entero ya nada ha sido igual, ni en la política práctica ni en las ciencias sociales. La apuesta elitesca, programática y maximalista, tan cara a las vanguardias autodesignadas, dio paso al protagonismo de masas, a la izquierda social nacida o avecindada en fábricas, ejidos y colonias populares. Los movimientos realmente existentes se sobrepusieron al deber ser revolucionario. Los ciudadanos del común -las consabidas bases- cobraron relevancia como los verdaderos actores de la historia. La ``sociedad civil''inició su irrefrenable ascenso hasta colocarse en el centro del discurso finisecular, dejando en el camino las pretensiones protagónicas de Estados, iglesias y partidos. La ``vida cotidiana'' adquirió visibilidad y prestigio académico. Los particularismos y las ``identidades'' cobraron legitimidad, por encima del emparejador ``interés general''.
3. También las ``clases sociales'' salieron mal paradas del 68. En el movimiento que marca el principio del fin del sistema político mexicano, escasearon los overoles y brilló por su ausencia el proverbial proletariado, mientras que las ``capas medias'', irremisiblemente ``pequeñoburguesas'', representaban el papel estelar.
De grado o por fuerza, la apriorística asignación de roles históricos, el determinismo económico que pretende derivar el talante político de los actores sociales de su sola ``base material'', dejó paso al reconocimiento de las fuerzas societarias realmente existentes.
Y no sólo fueron los estudiantes. En la década siguiente se colocaron en primer plano movimientos urbanos populares -de dudosa estirpe clasista- e irrumpió una irrefrenable insurgencia rural. Esta última encabezada por unos campesinos mil veces muertos y enterrados, tanto por los apologistas del capitalismo industrial como por los defensores del socialismo. Y lo peor de todo: en el centro del movimiento agrarista estaban los proletarios agrícolas, unos tránsfugas de su condición de clase que, siendo obreros del campo, se empecinaban en reivindicar la propiedad territorial. Si la lucha por la tierra de los setenta y ochenta es un combate campesino, resulta que esta ``clase'' no se define tanto por su efectivo sustento material como por un metafísico ``deber ser'', por una voluntad territorial de los jornaleros que puede más que su base económica ``proletaria''.
Al paso del tiempo se desvanecen también los melindres antifeministas del marxismo tradicional, y las reivindicaciones de género llegan para quedarse al territorio de las izquierdas. Ya en ese plan brotan de los closets homosexuales y lesbianas, se consolida el movimiento gay y se legitima la lucha por el respeto a las opciones sexuales. Y, por si fuera poco, en el fin del milenio el mayor cuestionamiento al capitalismo global y sus sacerdotes neoliberales proviene de una insurrección indígena de raigambre decimonónica y vocación posmoderna. ¡Padre Marx, dónde iremos a parar!
No se quería hacer la revolución
4. Aunque sus enemigos quisieron ver en el movimiento una conspiración roja encaminada a derrocar el sistema burgués e instaurar el comunismo, en el 68 se luchaba por objetivos mucho más modestos e importantes. Los estudiantes no querían hacer ``la revolución'' -cuando menos no en ese momento-; peleaban por las libertades políticas y contra el autoritarismo, combatían por la democracia.
Excluida de los comicios por obra del sistema hereditario institucional con que en nuestro país se legitimaban las sucesiones, la izquierda mexicana había desestimado la democracia política, no sólo por ``formal'' y ``burguesa'', sino por impracticable en el reino del partido de Estado. A cambio creía en la ``revolución'': una suerte de exorcismo radical y súbito por el que el ``viejo orden'' sería definitivamente enterrado y todos los males devendrían en bienes. A regañadientes se admitía el ``gradualismo'' y la lucha por reformas en el ámbito gremial; en cambio, la justicia social y las libertades políticas tendrían que esperar el ``triunfo de la revolución''.
Con sus seis exigencias concretas, que sintetizaban en versión coyuntural el antiautoritarismo radical y la apuesta por la democracia, el movimiento reivindicó el aquí y ahora en vez del futuro apocalíptico-liberador; la validez de las reivindicaciones tangibles y cercanas frente al maximalismo a ultranza.
En la práctica reivindicó también la subversión de la vida cotidiana, la liberación de los modos y las costumbres, las revoluciones íntimas pero transcendentes, la utopía de todos los días, el milenio chiquito. Y es que, entre otras cosas, el 68 fue una fiesta, una catártica jaquerie juvenil que ayudó a liberar espiritualmente a toda una generación de mexicanos.
5. El 68 fue prólogo y anticipo de las insurgencias populares setenteras, pero éstas le dieron trascendencia y sentido histórico. Poco hubiera pesado el movimiento estudiantil de no haberse desatado en la década siguiente multitudinarias insurgencias obreras, campesinas y urbano-populares.
Gracias al activismo de la ``tendencia democrática'' del Sindicato Nacional de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana, y en menor medida al movimiento sindical ferrocarrilero que encabezaba el recién excarcelado Demetrio Vallejo, en los setenta el gremialismo obrero vive una excepcional etapa de efervescencia libertaria, encuadrada en la lucha por la independencia sindical.
Por los mismos años, la migración campesina que resulta de la crisis rural construye nuevas ciudades en torno a las ciudades, y la multiplicada presión sobre los servicios deriva en un pujante movimiento urbano popular sin antecedentes desde las huelgas inquilinarias de los heroicos veinte. La crisis agrícola, que arranca con los setenta y lleva sin remitir más de un cuarto de siglo, calienta hasta la ebullición el descontento rural y los ``campesinos sin tierra'' -atención a la paradoja- irrumpen en los inexistentes latifundios.
Los setenta son años de movimiento social. Y la emergencia de los gremios independientes y luchones de obreros, campesinos y colonos, señala el principio del fin del corporativismo a la mexicana. No hacía falta que Fidel Velázquez muriera del todo, en los últimos tres lustros los charros aún ordenan pero ya no mandan. El nuevo gremialismo autónomo y democrático todavía está verde, pero sin duda el tiempo de los grandes caciques societarios ha terminado.
6. La insurgencia social de los setenta no fue obra del 68. Sí lo fue, en cambio, la inédita sensibilidad de la izquierda política a los movimientos reivindicativos. La pretensión de ``dirigir'' las luchas ``espontáneas'', que con frecuencia encubría el deseo de ``montarse'' en ellas, deja paso a un activismo social más comprometido con las bases. En el fondo, los partidos, los grupos y las corrientes políticas de izquierda siguen disputándose la conducción, pero es una lucha vergonzante; el dirigismo está de capa caída y, en todo caso, el liderazgo debe construirse desde abajo, debe legitimarse socialmente.
Proliferación de las ONG
Hijas de este activismo -que más que de conducir se precia de ``servir'', ``animar'' o ``acompañar''- son las organizaciones no gubernamentales que proliferan en los ochenta y noventa. Alimentadas con los recursos para el ``desarrollo'' que confortan la mala conciencia de la globalización, las ONG se profesionalizan y fortalecen. Y en esa medida se transforman en grupos de interés. La autoproclamada ``sociedad civil'' de fin del milenio está aquejada hoy por el protagonismo y las prácticas clientelares que siempre pretendió combatir. Pero en todo caso es una hija legítima del 68 y presencia insoslayable en los tiempos que corren.
7. La nueva conciencia forjada a partir del 68 ayudó a darle sentido y perspectiva política a los movimientos sociales de los setenta. Pero el aliento democrático implícito en la lucha estudiantil no cobró, por lo pronto, la forma de insurgencia ciudadana.
Constreñido por un sistema que no admite la competencia, el movimiento cívico mexicano se había movido entre los brotes de canibalismo, que recurrentemente conmueven a la clase política, y los estallidos locales espontáneos casi siempre fracasados o pírricamente exitosos. La tradición democrática del PAN era puramente testimonial y la izquierda no domesticada descreía de las elecciones.
La ruptura del 68 fue una apuesta por la democracia, pero en un primer momento sólo se barajaron las cartas de la democracia social. En los setenta y ochenta la insurgencia gremial y la ciudadana corrían por carriles distintos, y cuando pasaban de la coexistencia a la convergencia saltaban chispas. Aun en el ascenso de la lucha reivindicativa, la relación entre gremios y partidos estaba marcada por el desencuentro.
No es sino hasta fines de los ochenta que inconformidades societarias y rebeldías ciudadanas comienzan a marchar por la misma senda. Y esto sucede porque en 1988 el neocardenismo no aparece como partido sino como movimiento, como insurgencia cívica informal y contestataria. Pareciera que así como luchan obreros, colonos, campesinos, y estudiantes, así lucharán también los ciudadanos. Es como si el de los comicios fuera un movimiento gremial más. Y en un principio es una cruzada espontánea, un movimiento convocado pero no organizado, presidido por líderes emblemáticos pero sin cuadros fijos ni organización.
Al tornarse partido, el neocardenismo se distancia del movimiento social, y mayor es la desavenencia cuando deviene en gobierno. López Obrador ha dicho que el PRD debe ser agencia electoral en conyunturas comiciales y movimiento societario el resto del tiempo. Se dice fácil pero es difícil de cumplir. Y probablemente es improcedente, porque, después de todo, los partidos son partidos y los gremios, gremios.
El reino de lo universal
8. La política no es un frente de lucha entre otros. No es la esfera de un interés particular; es el reino de lo universal.
El 68 puso en evidencia que la política no es asunto exclusivo de los partidos, que el poder no sólo nace del fusil o del Estado, también está en los ciudadanos de a pie y en los ámbitos de la vida cotidiana (``empoderamiento'' le llaman ahora); que el ciudadano no nace, se hace; que la democracia se construye desde abajo.
Y esto significa que la política lo impregna todo. Que ``hacer política'' no es votar o militar en un partido, sino enfrentar los problemas particulares en la óptica del interés general, abordar lo inmediato con perspectiva estratégica.
En un fin de milenio abrumado por la multiplicación de las ``identidades'', es necesario reivindicar el noble quehacer de la política; el arte que se ocupa del barco en el que vamos todos.
Es ya un reflejo renegar de la ``politización'' de tal o cual asunto y satanizar al que sacrifica intereses de gremio o de grupo a los de partido. Algo hay de razón. Los políticos profesionales deben aprender a respetar a los ciudadanos del común, sus ideas, demandas y organizaciones, porque la política no la hacen los políticos, la hacemos todos.
Pero tampoco se pueden consecuentar los particularismos chatos y las identidades estrechas y excluyentes. Los gremios, los grupos profesionales, las ONG especializadas, tienen derecho a exigir respeto, pero deben aprender a armonizar su proyecto específico con el interés general. Deben enseñarse a hacer política.
Si no reivindicamos la política como el reino de la universalidad, como ámbito de un interés general, que no diluye los particularismos pero si los trasciende; si vemos en la militancia partidista una simple camiseta más y en la política un puro ejercicio de mercadotecnia comicial, cuyos operadores son los partidos, corremos el riesgo de dejar el timón del barco en las arbitrarias manos de siempre. O lo que es más grave, cederlo a los previsibles caprichos de un mecanismo ciego; una suerte de mercado de la oferta y la demanda políticas que armonizaría de manera automática los diversos intereses particulares.
En los tiempos que corren, cuando mayor es su desprestigio, más urgente es reivindicar la política -esa puta. Más indispensable es impedir que los partidos se transformen en simples administradores del marketing comicial. Más vital es transformarlos en constructores del interés general, en portavoces del hombre universal, del pequeño ciudadano que todos llevamos dentro.