La Jornada jueves 1 de octubre de 1998

Adolfo Gilly, especial para La Jornada
Un movimiento estudiantil ahogado en sangre

Hace treinta años, el 2 de octubre de 1968, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz ahogó en sangre el movimiento estudiantil en la matanza de Tlatelolco. Los muertos fueron cientos, aún no se sabe cuántos. Era un gobierno del Partido Revolucionario Institucional, el partido que desde 1929 -setenta años ya- detenta la Presidencia de México, la mayoría en ambas cámaras del Congreso y el gobierno de la ciudad de México.

A lo antes dicho, anoto dos pequeñas correcciones: 1. El año pasado, el 6 de julio de 1997, el régimen del PRI perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados frente a los votos sumados del Partido de la Revolución Democrática y del Partido de Acción Nacional.

2. En esa misma fecha perdió el gobierno de la capital de la República, con casi nueve millones de habitantes, y esta ciudad tiene en Cuauhtémoc Cárdenas, del Partido de la Revolución Democrática, su primer gobernador electo.

En un sistema democrático esta alternancia habría sido un acontecimiento normal de la vida política. En México es casi como si Vaclav Havel hubiera ganado la alcaldía de Praga en 1986 o los partidos opuestos al Partido Comunista Checoslovaco hubieran conquistado la mayoría del Congreso. En México, en otras palabras, este es uno de los mayores síntomas del no lejano fin del régimen político de partido del Estado surgido de la Revolución Mexicana.

México atraviesa una crisis de fin de régimen. El PRI no ha sido hasta hoy un partido político más, sino la expresión política institucional del tejido conectivo de relaciones corporativas y clientelares entre gobierno y sociedad que constituye y legitima desde 1920 la forma de Estado en México.

Este tejido conectivo, cuyo desgaste ya empezaba a manifestarse en el movimiento estudiantil de 1968, hoy está desgarrado y podrido. Es una red de agujeros. Sin embargo, no se ha afirmado aún una nueva forma de conexión que alcance a ocupar plenamente esos espacios y pueda sustituirlo.

El prolongado gobierno del PRI, como tantos analistas lo han demostrado, se legitimaba por un pacto corporativo no escrito de protección y tutela entre gobernantes y gobernados. Aquéllos garantiza- ban a éstos el reparto agrario (en un país mayoritariamente campesino hasta hace dos generaciones y aún hoy con 27 por ciento de población rural) y ciertos niveles mínimos de empleo, salario, atención a la salud, educación. A cambio, los gobernados aceptaban o toleraban de un modo u otro que el reino de la política de Estado -no tanto de la municipal- pertenecía a los gobiernos del régimen, y cada presidente, ajustándose a los rituales establecidos en la clase gobernante, designaba a su sucesor y seleccionaba a la mayoría del Congreso. En este pacto no estaban incluidos el respeto al voto ni los derechos democráticos, aunque ambos figuraran en lugar destacado en la Constitución.

Esta variante de Estado benefactor, fuera del control de los ciudadanos y donde la rendición de cuentas (accountability) es una costumbre desconocida, es también un Estado extraordinariamente corrupto, que ha cobijado hasta hoy métodos de acumulación privada por robo directo de los fondos y recursos del Estado propios de la Europa del siglo XVIII. Es un Estado donde la ley no es la norma universal, impersonal y abstracta propia de un régimen republicano, sino el marco general dentro del cual tienen lugar los pactos clientelares, por definición singulares, personales y concretos.

La relativa protección social y la relativa movilidad social para los gobernados garantizaban a los gobernantes -al PRI- la impunidad para enriquecerse saqueando los fondos públicos y para violar sistemáticamente las leyes. Impunidad es la palabra y la llave maestra de la reproducción y la subsistencia del entero régimen.

De este proyecto estaban además excluidos del todo, hasta de la esperanza, los pueblos indígenas, 10 por ciento al menos de la población actual. Como ya se ha visto, al final de la fiesta vendrían a reclamar su parte.

No es este, después de todo, un régimen tan extraño, sino uno parecido a muchos otros que han existido y aún existen en el mundo, cada uno con sus formas nacionales o locales específicas construidas en la historia. No tiene nada que ver, empero, aunque los textos constitucionales sean similares, con el que existe en Estados Unidos. Y no es este un juicio de valor, sino un simple juicio analítico de hecho.

Fue tal vez el prolongado éxito del régimen lo que, junto con el paso del tiempo y el cambio del mundo, engendró las formas que habría de tomar su ruina. La generación de estudiantes que hizo el 68 en la ciudad de México era producto de la movilidad social y del paulatino ascenso salarial de esas décadas recientes, pero también del cambio del mundo. Quería vivir su vida y la ciudad, no los pactos arcaicos de raíz agraria. Y para eso, entre otras cosas, quería democracia y libertad.

Pese a la masacre de Tlatelolco, la legitimidad del régimen persistió, como en China después de la matanza de Tiananmen en 1989. Pero el tejido inicial de las aspiraciones democráticas, aún desgarrado por la violencia del régimen, persistió también en seguir reproduciéndose. Ese crecimiento prolongado de la democracia prosiguió en la prensa, en las universidades, en los partidos minoritarios de oposición, en las corrientes sindicales independientes. En 1985, cuando los sismos de septiembre, el gobierno quedó paralizado y fueron los habitantes de la ciudad, la sociedad misma, los que durante tres días tuvieron la iniciativa para rescatar heridos y salvar vidas.

En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas ganó la elección presidencial y Carlos Salinas de Gortari, con un enorme fraude, usurpó la Presidencia. El régimen había perdido por primera vez una elección presidencial. Nunca recuperó la legitimidad también perdida entonces.

Además del crecimiento democrático, el segundo elemento de la actual crisis de época son sin duda la globalización y la desregulación, premisa y corolario ésta de aquélla, que casi acabaron con el Estado benefactor. Desde fines de los ochenta, los derechos sociales fueron paulatinamente nulificados y sustituidos por medidas puntuales de ayuda clientelar. El Programa de Solidaridad fue el mecanismo institucional de esta mistificación política. En otras palabras, los que eran derechos se trasformaron en favores, mientras caían los salarios, crecía el desempleo, se deterioraban la educación y la salud, se cancelaba el derecho constitucional al reparto agrario y crecían la economía informal y la criminalidad. En Julio Boltvinik, ``Economía y bienestar: México al fin del milenio'' (Viento del Sur, número 13, ps. 3-10) puede encontrarse un preciso análisis en cifras de estas evoluciones.

El tercer elemento, complementario del anterior, fue la privatización de las empresas públicas, antes fuentes de recursos para el Estado y de enriquecimiento para sus políticos. La privatización fue un saqueo, un reparto incontrolado de empresas públicas y derechos públicos (en comunicaciones, por ejemplo) entre beneficiarios del régimen y mafias político-financieras. Bancos, casas de bolsa, canales de televisión, telecomunicaciones, puertos, ferrocarriles, carreteras, líneas aéreas, el reparto entre amigos fue el festín de la ilegalidad y la corrupción, una especie de expropiación generalizada de los bienes comunes, al estilo del despojo de los commons en la Inglaterra del siglo XVIII.

Esta inescrupulosa fiesta de fin de régimen abrió paso a una fuerza antes desconocida; el entrelazamiento del narcotráfico con la política y con el Estado. El proceso a Raúl Salinas de Gortari es un alto símbolo de esta novedad. Con toda inconsciencia, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, celebrado entonces en México, en Estados Unidos y en el mundo por muchos de sus amargos críticos presentes, estaba destruyendo el tejido conectivo entre la sociedad y sus gobernantes, es decir, lo que constituye la relación estatal mexicana, y descomponiendo a su clase dirigente hasta el límite último del narco y del desfalco financiero.

Estas tres tendencias en acción: 1) crecimiento democrático en la sociedad, 2) globalización y desregulación de la economía; y 3) privatización y apropiación privada de los bienes públicos, corroyeron los fundamentos corporativos del PRI, y por ende, las solidaridades corporativas y clientelares del régimen estatal.

Para completar su precipitada carrera hacia la nada, el gobierno de Salinas de Gortari prometió la entrada instantánea al Primer Mundo con la aprobación del NAFTA el primero de enero de 1994. Lo que obtuvo en esa misma fecha fue la rebelión sorpresiva y eficaz del Cuarto Mundo, los pueblos indígenas de Chiapas, los excluidos totales del régimen, los que quieren ser ciudadanos en su propia patria. Ni represiones, ni cerco militar, ni cerco por hambre y privaciones, ni masacres como la de diciembre de 1997 en Acteal, han logrado acabar con la rebelión zapatista, además protegida por la solidaridad de la sociedad democrática. El régimen autoritario y corporativo mexicano está herido de muerte. Pero como Rusia nos ha enseñado en estos años, cuando no hay tradiciones democráticas hechas rutina en la vida social, las lealtades corporativas pueden sufrir una regresión y fragmentarse en lealtades familiares y mafiosas, sean mafias financieras, mafias políticas, mafias narco o todas mezcladas.

En México tenemos hoy, por un lado, un fuerte y constante crecimiento del tejido democrático que, sin embargo, no alcanza a cubrir con suficiente diligencia todos los espacios conectivos abandonados por la desinte- gración de las redes corporativas; y, por el otro, una proliferación de la guerra de bandas mafiosas en que está enfrascado el régimen en descomposición y su partido, el PRI.

Es una carrera en la cual nuestro futuro puede no ser la República Checa sino Rusia; y puede no ser la república democrática sino un salvador providencial, un demagogo de derecha estilo Alberto Fujimori.

Una sociedad no cambia sus instituciones de un día para otro, por grande que sea la crisis de éstas. Tiene que hacerlo a partir de las existentes. El nuevo y creciente tejido democrático de México no puede conectarse ahora con la institución presidencial tal cual ésta se asume en el régimen. Son todavía por esencia antagónicos, como fueron en 1968, ya que la Presidencia en México sigue siendo, más allá de quien la ocupe, la cúspide y la síntesis de las lealtades corporativas propias de este régimen. No es de esa institución piramidal de donde puede venir en estos momentos una nueva conexión con la sociedad democrática. Sin embargo, dos instituciones se presentan hoy como posibles conexiones alternativas con esa sociedad; alternativas, digo, en la medida en que sepan ser autónomas e independientes del presidencialismo que a todos subordina y por todos decide mediante el presupuesto, las armas y los gritos.

Una de ellas son los gobiernos estatales o municipales (en el caso de la ciudad de México tenemos una combinación de ambos) en manos de la oposición, si son capaces de fundar en los hechos un nuevo modo de gobierno, un gobierno honesto, eficiente, que rinde cuentas claras, cercano a la sociedad y abierto a la crítica y al cambio por la crítica.

La otra es el Congreso de la Unión, donde en estos momentos la mayoría opositora PRD-PAN está librando una real batalla para impedir que los desfalcos financieros de los banqueros socios del régimen, cubiertos hasta ahora por las ilegalidades del Fobaproa, sean convertidos por la ley del Congreso, como quería el Poder Ejecutivo, en deuda pública de 65 mil millones de dólares a cargo de todos los mexicanos; y para lograr, al mismo tiempo, que rindan cuenta de sus actos y sean sometidos al correspondiente juicio político los altos funcionarios que autorizaron esa ilegalidad. En la consulta nacional de fines de agosto organizada por el PRD, tres millones 500 mil votantes se opusieron a que ese desfalco fuera legalizado y a que sus encubridores quedaran impunes.

Lo notable de esta mayoría es, por otra parte, que unida en este punto concreto y decisivo: no al Fobaproa, no a la impunidad, tiene sobre muchos otros ideas y posiciones muy diferentes y hasta opuestas entre sí.

Si esa mayoría opositora en el Congreso, en la emergencia que México atraviesa, logra un acuerdo firme para imponer la rendición de cuentas, esa norma básica de una república todavía ausente de nuestras costumbres políticas, y la ruptura de la impunidad, habrá establecido con la sociedad democrática una fuerte conexión institucional estabilizadora de la crisis política.

Si esa mayoría, al mismo tiempo, lograra un acuerdo para que el Congreso proponga una vía razonable para una paz digna, con justicia y con derechos, para los indígenas de Chiapas, que el Poder Ejecutivo se niega siquiera a discutir con seriedad, habría resuelto un conflicto cuya solución está madura y establecido entre instituciones republicanas y sociedad, otra fuerte conexión estabilizadora.

Con ambas medidas habría establecido en hechos de fondo, no en declaraciones o en cuestiones de procedimiento, la independencia efectiva de poderes; y habría afirmado, en principio, un contrapeso institucional indispensable para la actual crisis en las funciones tradicionales de la Presidencia de la República.

Me he permitido ya formular mi tímida esperanza de que una parte del PRI pueda sumarse a estas dos soluciones -repito, ya maduras- y alcanzar así en los hechos institucionales una salida estable para los mayores conflictos; una salida que permita a México en el año 2000 elegir en paz, trasparencia y democracia un nuevo gobierno, cualquiera éste sea; contrarrestar la regresión mafiosa del antiguo régimen; y establecer la legitimidad institucional de lo que será, en los hechos y en el derecho, una nueva República.

Texto leído en el XXIII Congreso de Latin American Studies Association (LASA 98), Chicago, 25 de septiembre de 1998.