Miguel Barbachano Ponce
Chiapas: diluvio de imágenes

Un diluvio de imágenes inundó la mente de los que seguimos con preocupación la acuosa tragedia que estremece a los pobladores indígenas de Chiapas en estos meses intermedios de 1998. Así, he recreado inumerables visiones en movimiento de precisos espacios chiapanecos ahora anegados por turbulentas aguas negras. Por ejemplo, aquellas líneas que escribió fray Francisco Ximénez en su libro Historia de la provincia de San Vicente de Chiapas y Guatemala, acerca del momento en que la Virgen descendió del cielo para socorrer a los indígenas en la primera década del siglo XVIII (1708-1712), en Zinacantán, dentro de un palo que despedía rayos.

Inmediatamente cancelé aquellos destellos milagrosos para dar paso al interesante mediometraje de acentos etnográficos que realizó José Báez Esponda, precisamente en la mítica Zinacantán (hoy San Juan), Carnaval chamula (1959), cuyo contexto sonoro alberga el crepitar de las llamas y el rítmico ulular de las chirimías. Pero más allá de remembranzas irreales y reales de la región chamula, conjugué el cúmulo de fotogramas que dieron aliento visual al segundo cuento de la película Raíces, estrenada en el cine Orfeón el 10 de junio de 1955. Aquella segunda historia debida a la pluma de Francisco Rojas González y a los empeños de Benito Alazraki (director) y de Hans Beimler (camarógrafo), narra las fatigas antropológicas de Jane Davis (Olimpia Alazraki), estudiante estadunidense cuya tesis llega a la conclusión de que los indios son salvajes.

Meses más tarde, Jane regresa a aquellos lugares y encuentra que sus desesperados pobladores han entronizado en la ermita, como una presencia salvadora la reproducción de la Gioconda que ella había olvidado durante la investigación. Entonces comprende el alto grado de sensibilidad de aquel pueblo, hoy asfixiado por las tormentas, y rompe la tesis equivocada.

Y ya que nos invaden intensos desquiciamientos es justo rememorar las secuencias de La rebelión de los colgados conjugadas en 1954 por Emilio Fernández y Gabriel Figueroa, a partir de la novela de Bruno Traven, que relata las crueles condiciones de vida de unos peones indígenas en una montería de caoba ubicada en espacios ahora anegados. Hoy, tiempo de húmedas remembranzas, también me vienen a la cabeza escenas del discurso cinemático de Archibaldo Burns, quien en 1973 adaptó a los fotogramas Juan Pérez Jolote, libro de Ricardo Pozas cuyo contenido refiere una situación étnica y cultural encarnada en indios tzotziles.

De nueva cuenta serán actores indígenas hablando maya y tzeltal los que otorgaron carne y hueso a la siguiente cinta que me ocupa y preocupa, Chac, dios de la lluvia (1974), del chileno Rolando Klein, y la fotografía del mexicano Alex Phillips Jr., quien supo encuadrar con promisoria sensibilidad el hoy destruido caserío de Tenejapa. También la húmeda selva chiapaneca y sus heroicos pobladores excitaron los impulsos narrativos de Raúl Araiza en Cascabel (1976), filme de insumergibles presencias. No sólo encadeno en éste instante las vicisitudes campesinas que ha encuadrado a propósito de Chiapas el cine nacional. De idéntica manera recorro las angustias de la aristocracia latifundista. Por ejemplo, Balún Canán (1976) cuya trama, basada en la novela de la chiapaneca Rosario Castellanos, habla con acuosas vibraciones que ahora mismo me circundan de una mujer que se aferra a sus tierras en contra de la reforma agraria cardenista.

Y para hacer cesar este inesperado diluvio de imágenes, una última referencia. Oficio de tinieblas es otro transvase de una novela de Rosario Castellanos, a cargo de Burns, capaz de relatarnos los trágicos sucesos que acontecieron en 1934 entre los campesinos tzotziles y chamulas y sus explotadores, precisamente en San Cristóbal de las Casas. Hasta aquí este relampagueante traslado a la dócil escritura de los incesantes fotogramas que inundaron mi memoria.