La Jornada martes 29 de septiembre de 1998

Marco Rascón
Después de treinta años

En 1968 Díaz Ordaz aplicó ``toda la fuerza del Estado'' contra la ``conjura del comunismo internacional para desestabilizar las Olimpiadas'', y lograron proteger esa decisión al permanecer en el poder eslabonando secretos y silencios.

La generación del 68 se propuso cambiar el país y lo está logrando.

Las ideas democráticas se convirtieron en una aspiración de masas, primera señal modernizadora que gobierno, PRI y oligarquías locales rechazaron y reprimieron, no sin justificar y legitimar la brutalidad con el nacionalismo ``que nos salvaba de la conjura extranjera''. Nunca antes el nacionalismo mexicano fue tan obtuso y reaccionario, vil cómplice proyanqui en la guerra fría y el macartismo. Basta leer las memorias de Alfonso Corona del Rosal para entender las razones históricas y políticas que esgrimió la oligarquía mexicana para realizar la masacre del 2 de octubre, y sobre las cuales montó una razón de Estado.

Hoy nos hace bien deslindar a los responsables personales de las instituciones, a fin de que la generación del 68 no sea sólo historia y recuerdos, sino referencia para el cambio en un sentido distinto al que empujaron Salinas y su grupo.

En este sentido Cuauhtémoc Cárdenas no abrió la puerta para la reconciliación con los responsables de la represión del 68, sino para que las corrientes de pensamiento progresista, los defensores de un nacionalismo abierto e incluyente, retomen de nuevo la aspiración del cambio en universidades, organizaciones sociales, ejército, partidos democráticos, y en el mismo gobierno. La idea de cambio surgida en el 68 fue secuestrada y pervertida por la ola neoliberal hace 16 años, cuando empezó a conducir al viejo estatismo corporativo a la catástrofe económica y financiera que hoy es México, ya integrado a la globalización mundial.

En 1968, el gobierno combatió el movimiento estudiantil popular con nacionalismo; ahora pretende obstruir el cambio aduciendo que la globalización es el camino único. Los muertos en Tlatelolco cayeron, según la justificación, porque estaban en una guerra que era parte de una ``conspiración extranjera''. ¿Cómo podría llamarse en la que están Salinas, Zedillo, Gurría, Ortiz, y todos los de la ``generación del cambio''?

1968 entraña una disputa de ideas con el viejo PRI, con su autoritarismo, corrupción, doble moral, antidemocracia, prepotencia de partido único, su prensa vendida, sus diputados levantadedos, sus caciques, sus lazos con las oligarquías locales y nacionales, con su sumisión al extranjero y su folclorismo; entraña un México que se extingue, pero que agoniza largamente, gracias a la corriente neoliberal gestada en universidades extranjeras y que no ha sido menos prepotente y corrupta que quienes decidieron aplastar y no negociar en 68. ¿Qué diferencia hay entre la actitud actual del gobierno hacia Chiapas y las declaraciones sobre el diálogo que hicieran en ese entonces Díaz Ordaz, Echeverría o Corona del Rosal? Ambos buscan y buscaban preservar el principio de autoridad: unos tomados del nacionalismo; los de ahora, de la globalización.

Después de haber cruzado estos treinta años, la tarea de la generación del 68 -hoy extendida a partidos, medios de comunicación, gobierno, instituciones culturales, sindicatos, organizaciones populares y campesinas- no se reduce al balance, sino a desempeñar un papel activo en los próximos meses que vivirá México: abrir el país y sus instituciones, como son el Ejército y las policías. Luego del 68 éstos se convirtieron en guetos cerrados donde florecieron corrupción e impunidad. 1968 a todos dejó lecciones, pero de la misma manera que esa generación no tuvo un repliegue político e histórico, tampoco lo hubo para los cuerpos represivos.

Cuauhtémoc Cárdenas ha roto la justificación interna para que Ejército y policías se mantengan al margen del cambio; la generación del 68, el viejo Consejo Nacional de Huelga y los nuevos dirigentes del movimiento democrático tienen ante sí la disyuntiva para retomar este momento de identidad y reflexión para convertirlo en fuerza política renovada de cambio, capaz de construir un nuevo proyecto nacional distinto al viejo autoritarismo priísta y al neoliberalismo. Esa es la misión que trasciende a la liturgia.

En 1968, el ímpetu y la nueva ética política que se forjaban impedían cualquier repliegue: la tarea era avanzar, pese a la represión. Por lo que estaba en juego en el país, esa noche del 2 de octubre desembocó en martirio, producto del terror a las señales de cambio; es el mismo miedo que decidió el 10 de junio, los más de 500 desaparecidos, los más de 400 perredistas asesinados, la matanza de Acteal y miles de muertes más. ¿Qué mejor homenaje a los muertos que ganar la lucha?

La generación del 68 y el movimiento democrático tienen hoy el reto subsiguiente a la convocatoria al mitin en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968: escribir la historia o ganar la batalla definitiva a quienes ordenaran la matanza.

¡2 de octubre no se olvida!