Pablo Gómez
El dedo en la llaga
Cuauhtémoc Cárdenas ha puesto el dedo en la llaga al exigir que se brinden los testimonios y se exhiban los documentos relacionados con la represión al movimiento estudiantil de 1968. Este ha sido el propósito de la comisión de diputados nombrada por la Cámara, como respuesta a una vieja exigencia que viene desde aquel año en que la juventud repudió el sistema antidemocrático y represivo.
El planteamiento de que la institución militar actuó en la represión como instrumento del poder del Estado, especialmente del Presidente, pero también de todo el régimen político, con el respaldo de la totalidad de la burocracia estatal, de los líderes empresariales y demás expresiones del sistema, es tan viejo como el mismo movimiento estudiantil. Nadie se ha engañado nunca al respecto. Los jefes militares represores no perseguían objetivos exclusivos, sino los de defender, obedeciendo órdenes, al Presidente, a la política de éste y a la continuidad del sistema político.
Existe una diferencia evidente entre la acción del ejército contra el régimen constitucional de Allende, o en tantos otros golpes de Estado en América Latina, donde los militares se hicieron del gobierno, y la vergonzosa acción de algunos jefes castrenses en México que obedecieron las órdenes presidenciales sin la menor resistencia y a pesar de que la obediencia debida no puede aplicarse cuando se cometen crímenes.
La responsabilidad de los generales que estuvieron al mando de las operaciones represivas corresponde a ellos mismos, por lo que no se trata de que el Ejército, como institución, tenga que comparecer ante el tribunal de la conciencia pública.
Sin embargo, es evidente también que, en México, el Ejército fue priízado y entendió su función originaria de defensa de la nación y del país como aquella otra de sacar la cara por el PRI, es decir, por el partido-Estado. Y esta situación -aunque no lo señala Cárdenas- es plenamente vigente, con una agravante que sí deja entrever el gobernador capitalino: el Ejército se encuentra aislado de la sociedad y, como cuerpo cerrado, entiende toda crítica contra alguno de sus jefes como ataque a la institución. Por esta vía, las fuerzas armadas mexicanas son menos institucionales y más partidistas.
Los elogios persistentes al Ejército por parte de los políticos del PRI es una costumbre que ha llevado a las fuerzas armadas a considerarse a sí mismas como un cuerpo intocable. Cárdenas nos está diciendo que cualquier militar puede ser juzgado, en el sentido penal o en el histórico, sin que el veredicto implique necesariamente un ataque a la institución castrense como tal.
Los archivos de la Secretaría de la Defensa Nacional han permanecido cerrados, a pesar de que los diputados han solicitado los documentos relacionados con las represiones de 1968. El jefe del Ejército -el Presidente- y el comandante del mismo -el secretario del ramo- se han negado reiteradamente a entregar copia de los escritos, de la misma forma en que los mandos civiles y militares de entonces se han negado a testimoniar. Quienes así proceden, evidentemente esconden información. Este es el problema, pues la represión militar contra el movimiento de 1968 no está en duda por nadie, ni siquiera por aquellos -algunos más bien policías que soldados-, que saben perfectamente que el movimiento estudiantil fue pacífico.
Cárdenas se ha pronunciado en favor de que las autoridades civiles y militares de entonces brinden su testimonio, que dejen de callar, que digan lo que vivieron, que informen no solamente sobre sus acciones, sino también sobre las órdenes que recibieron.
Hayan proscrito o no los delitos de entonces, el derecho a la memoria de una nación no se agota con el simple transcurrir del tiempo; cuantos más años pasen de aquel movimiento, el país tendrá mayor necesidad de saber lo que ocurrió y de conocer con absoluta claridad quiénes fueron los represores. Esto es lo que demanda Cárdenas.
Pero, además, es necesario un reconocimiento del Estado mexicano, como tal, de que la represión contra el movimiento estudiantil de 1968 fue completamente injustificada y que los propósitos de los jóvenes eran por completo limpios, democráticos y convenientes para el país. Para ello, se requerirá, sin duda, que el poder cambie de manos.