José Cueli
El Cañas

Sin saber qué de qué o por qué, al vestirse aquella tarde el traje de luces añoso y deshilachado, El Cañas sintió un malestar indefinible, un desasosiego sin razón, sin causa, en el momento en que se contemplaba en el espejo del hotelucho, envuelto en azul y oro, fantaseando en llegar un día a la Plaza México. Aquellas sensaciones nada tenían que ver con el triunfo ni el quedar bien ni el trapío o la casta de los toros que enfrentaría minutos después con el público enloquecido por el alcohol.

Una cadena de imágenes castradoras, que hasta entonces nunca había sentido, sacaban de madre a El Cañas. Su cuerpo muerto, desarticulado, color amarillo cera, con los muslos rasgados por cornadas mal curadas, se acentuaban. Bajito, enjuto y moreno, el maletilla tenía en los ojos negros la tristeza apagada y meditativa de la raza de bronce. Solo, en el cuartucho, sin un amigo siquiera, se disponía a irse a la improvisada plaza de tablones del pueblo.

Multitud de símbolos oscuros indescifrables tenían para él, una valor siniestro y misterioso y poblaban su imaginación. Se miró otra vez en el espejo que le devolvía una imagen triste y una mirada en la que dominaba la inquietud. Una fantasma maléfico oculto en el fondo del ruedo. Nuevamente experimentó un gran vacío. Todo lo veía gris, nublado de sombras, en espectral panorama, pleno de la horrenda desolación que veía en él mismo, dentro de su espíritu.

Misteriosas alucinaciones le acompañaron al partir plaza en medio de un público festivalero. Una descarga incontrolable sacudió sus nervios al descubrir una guapa negrita sonriéndole con la más provocativa de las sonrisas. Sus pupilas perdidas se fijaban en la nada con un escalofrío de eternidad. Temores anteriores y actuales se cristalizaban en miedo que lo polarizaba. No le cabía duda, aquella fantasmal mujer que veía en las barreras, era ``algo'' diferente, arrojada en el sarcasmo del misterio negro. ¡La muerte! Sí, la muerte despojada de toda pompa exterior, recogida con sombría torería, buen ritmo y hondura de poema lorquiano dibujada en los pitones descomunales del toro de media casta, que lo espiaba de un lado a otro y arrancaba como ráfaga, buscándole las ingles. Las líneas del toro se esfumaban como un sueño y sus muñecas quebraban a tiempo al toro de milagro, en exaltado rompimiento de la vida.

El movimiento de su capote era el de una bella sinfonía que se elevaba sobre las nubes, con el empuje del aire que lo envolvía, desafiando al tiempo hendiendo el espacio. La belleza de la muerte, que triunfaba sobre la barbarie del toreo, en la improvisada placita del pueblo que latía desmayada. El Cañas, el humilde torerito, dejaba en el redondel su cuerpo amargo y negro terror, despeinando las fantasías toreras.