Hermann Bellinghausen
Boca de Delicias

Qué necesidad de rodar ligeros los lleva por la poderosa cuanto casual brisa que abanica los esteros, las palmas, los arbustos y la subida al Morro. El coche corre como insecto que se le atraviesa al sol de la tarde en acelerado crepúsculo. Sale de la curva en la ladera del Morro. A la vista de la boca de Delicias y el enjambre de lanchas ancladas que brillan en medio de un pacífico esplendor, el gordo delata su juventud al dejar escapar un cándido ``guau''.

No es para menos: la boca y la bahía de Delicias son las reinas de esta costa. Horacio, que ha pasado por aquí un millón de veces, no consigue sustraerse al hechizo de su grandiosa hermosura. Además, esta tarde una luz especial, levemente dorada, pinta la escena con un tamiz antiguo.

Pero no quiere, Horacio, verse amigable con sus pasajeros, y mantiene cerrado el pico.

El gordo muere por hablar, es de esos, pero ni modo que lo haga solo, no es de esos. Busca la atención del perro, pero el desgraciado bosteza y voltea el hocico hacia el vientre de Clancy, que o está dormida, o se hace.

Tras varios minutos de silencio, atacada por un sobresalto súbito, ¿la picó una avispa?, Clancy abre tamaños ojos y se inclina al frente. Saca la cabeza entre los respaldos de Horacio y el gordo, mira a través del parabrisas y dice en la voz baja pero bien audible de quien divulga un secreto:

-Mi sombrero.

Todavía no acaban los otros dos de sobresaltarse por el exabrupto cuando de una palapa abandonada sale al paso del carro una figura de hombre, moreno y grande, en ropas blancas. Lleva un sombrero tan absurdo que bien podía ser de Clancy, y coge con una mano el poste de donde cuelga un letrero maltrecho, medio caído, que anuncia: ``Se hacen instalaciones eléctricas visibles y ocultas''.

Se hacían. El lugar es un cascarón desierto.

-Estaba soñando esto -dice la muchacha, pero nadie le hace caso.

Conque ese es el náufrago. Ya lo sospechaba Horacio. Se trata de Moreira, timonel de la Galatea, una goleta extravagante pero efectiva que hace comercio y transporte turístico al margen de la mafia sindical que controla Puerto Zarco y buena parte de los pueblos de la costa. Incluido Delicias.

Lo empareja, frena y lo llama:

-Moreira.

El hombre se inclina a la ventanilla y por encima del perfil del gordo, mientras Clancy se echa atrás, despierta y completamente entretenida, dirije a Horacio una mirada petrea, signi- ficativa.

Moreira abre la portezuela y se hace lugar junto a Trampero. Clancy lo saluda con un mohin simpático y le pregunta, en portugués:

-¿Cómo va, compañero?

-Bien -responde Moreira, también en portugués-, es difícil, pero muy bien.

La sorpresa de Horacio y la del gordo son distintas. El primero sabe que los muchachos, incluida Clancy, no sabían que Moreira sí habla y sólo se hizo el mudo. Para el gordo, Palinuro simplemente era mudo. ¿Cómo supo la bonita que el tipo es brasileño sin haberlo oído hablar?

Moreira dice a Horacio:

-Llévame de aquí, hermano. La gente de Lucano me está matando. Saquearon la Galatea, pero la arreglamos para ir a Maracaibo. Voy donde tú. Pasarán a Macaria en la noche para sacarme a la goleta. Hasta entonces, preciso no ser visto.

Quién lo oyera. Tres días en el campamento con que le comieron la lengua los ratones, y de pronto el náufrago sabe con qué hablar. El gordo no deja de maravillarse, como quien visita parajes fantásticos y presencia curas milagrosas: ciegos que ven, tullidos que andan, mudos que rompen a hablar.

Se aproximan a Delicias. A orillas del pueblo se distinguen grupos de hombres en camionetas y armados. Cuando los alcanza el carro de Horacio, lanzan miradas amenazadoras. Apenas tiene tiempo Moreira de tirarse al piso. Deja caer el sombrero. Clancy lo toma, se lo pone, y dice:

-Presta.

No hace falta ser perspicaz para saber que nadie bajará en Delicias. Horacio mantiene la velocidad y sigue de largo. Lo que le faltaba. Ahora tendrá que llegar con gente a Estación Macaria, cosa que odia.

-¿Hiciste algo? -pregunta Horacio para desahogar su irritación.

-Tú sabes que no -dice Moreira. Y Horacio:

-¿Cómo quieres que sepa?

-Ah, no sé, pero sabes, no te hagas.