Andrés Aubry y Angélica Inda
Soconusco. El fenómeno natural/ I

Ante la magnitud de la catástrofe, la mejor prevención para el futuro es tratar de comprender: ¿qué pasó en realidad, qué es lo que la explica? Y, por tanto, ¿cómo evitar su repetición?

De entrada, importa recordar que no es la primera vez. El Archivo Histórico Diocesano registrado catástrofes similares en 1641, 1659 y 1794 (cuando Huehuetán fue destruida y surgió Tapachula).

En esas épocas remotas, como ahora, no fue un ciclón. La posición geográfica del Soconusco lo protege de los huracanes que han estallado, en los mismos días, más al norte del país. Su ubicación en el Pacífico tan sólo queda chamuscada, en el peor de los casos, por meteoros que anuncian ciclones pero no lo son todavía.

Los únicos susceptibles de afectar las costas del Pacífico mexicano nacen por la Bahía de Buenaventura, al sur de Colombia, en la frontera de Ecuador. Estos sistemas climáticos no pueden desarrollarse si no disponen de un recorrido marítimo mínimo de 3 mil kilómetros (los que descalabran el Golfo nacen en Africa, cerca de las islas de Cabo Verde, a casi 5 mil kilómetros de nuestras costas), y la rotundidad de la Tierra les impone en nuestro hemisferio una trayectoria sureste-norte. Por lo tanto, al pasar por el Soconusco, apenas se van formando; llegando al nivel de Tonalá (la primera damnificada), alcanzan a transformarse en tormenta tropical --la que ya tiene sus peligros-- y luego en ciclones que, excepcionalmente, a partir de Oaxaca y comúnmente en Guerrero y sus vecinos del norte, pueden azotar todo a su paso, pero ya fuera del Soconusco.

Aun en este caso, un huracán es un sistema que se desplaza destruyendo todo a su paso, pero velozmente, no con la duración de los 15 días que nos desolaron: 24 horas después, el meteoro se ha alejado casi 500 kilómetros de tal forma que, tras de él, regresa una relativa calma atmosférica, lo que no fue el caso en Chiapas; no se puede culpar a los ciclones de la tragedia.

Tampoco al cacareado Niño que trastornó el clima mundial, haciendo llover en los desiertos y secando las selvas. Este ya pasó. Ahora estamos bajo la influencia de su contrario, la respuesta natural de La Niña, que no es siempre catastrófica porque este fenómeno se conforma con restablecer el equilibrio, intensificando la sequía en tiempo de secas y las lluvias en temporada húmeda. Algo de esto nos acaba de tocar.

Cualquier chiapaneco sabe por experiencia que septiembre es tiempo de aguas: en este mes, casi cada año, las carreteras están cortadas por deslaves de taludes y derrumbes de puentes; es el mes de las inundaciones en San Cristóbal y los valles de Grijalva, y de desgracias en muchos pueblos.

Por nuestra posición entre los trópicos, aquí tan sólo hay dos estaciones: la de secas y la de aguas. La primera se debe a la prevalencia de altas presiones, y la segunda a la de las bajas presiones. Una alta presión es como una montaña de aire ligero y seco cuyas células, de 2 a 4 mil kilómetros cada una, se desplazan en sentido contrario a los ciclones, asegurando sol y cielo azul. Una baja presión, al contrario, es como una especie de valle de aire pesado y húmedo, en cuyas vertientes se precipitan y chocan las nubes que truenan en aguaceros o lluvias tenaces, sin parar.

En nuestra latitud, casi en medio del globo terráqueo, estas bajas presiones no son células en rosario sino un inmenso surco ininterrumpido que da la vuelta al planeta y lo divide en dos hemisferios climáticos desiguales: más angosto al norte y más amplio al sur. Este cinturón de baja presión divide en dos al mundo, y hacia él convergen los vientos de las inmensidades del sur (en nuestro caso del Pacífico) contra los cuales chocan los alisios del norte, provocando las lluvias pertinaces o torrenciales de la temporada húmeda. Helbig, en su geografía de Chiapas, explica cómo, en esta estación, la lluvia en el Soconusco se debe a una especie de monzón o inversión de vientos, porque los del hemisferio sur embisten a la costa, como lo testimonian los relatos y reportajes de la reciente catástrofe.

Es lo que los especialistas llaman la Zona de Convergencia Intertropical (ZCIT). El surco de ésta se instala en Chiapas de junio a septiembre, oscilando entre las montañas del Chol y las de la Sierra Madre. En junio, el suelo, después de seis meses de sequía, hace de esponja y absorbe casi toda el agua, pero en septiembre está saturado, y el agua, no teniendo por donde escapar, se desboca por los ríos.

Entre junio y septiembre, las oscilaciones de la ZCIT nos dan el respiro de ``la canícula'' chiapaneca (si no hay ciclón en el Golfo), pero en septiembre, la ZCIT se reinstala entre los Valles Centrales y la Sierra Madre, causando lluvias interminables con viento fuerte, como las que nos ensoparon las dos primeras semanas de septiembre.

Estas lluvias bestiales, con todo y su incomodidad, golpeando año con año a los asentamientos de pobres, son una normalidad de nuestro clima. Pero ahora, como en las antiguas fechas ya mencionadas sin que se aprendiera la lección, La Niña las intensificó.

Resta explicar por qué un fenómeno recurrente se transformó en tragedia en el Soconusco sin que su prolongación natural en Guatemala, por donde llegan las ayudas, haya sido tan golpeada. La respuesta no es climática sino social, como veremos en el próximo artículo.