Ilán Semo
El cetro, el lecho y el video
La política y el sexo tienen su origen en una y la misma devoción: el poder de la transgresión. Por G. Canguilhelm sabemos que la política ejerce su labor como un ritual del allanamiento: la puesta cotidiana en escena del espectáculo de lo no razonable. Nada más común que su aparente falta de sentido común. De ahí acaso la reacción doble que nos produce: la seducción y el rechazo. El otro gran poder es el erotismo. Un poder voluble y huidizo, codiciado y celoso, pero siempre absoluto; una voz en estado de intransigencia, ``algo más fuerte que nosotros mismos'', escribe Emmanuel Levinas. La conjunción de ambos poderes ha derribado a más de un imperio.
Es fama que Enrique VIII estuvo a punto de perder a Francia por Diana de Poitiers si la muerte temprana e incomprensible no la hubiera sorprendido. Madame du Barry no corrió con mejor suerte. Su intimidad --o mejor dicho: su exhibición-- con Luis XVI fue el blanco predilecto del puritanismo revolucionario de 1789. Robert Darnton ha sugerido que los excesos de esa pasión enervaron tanto a los parisinos como los aumentos de impuestos a los que se atribuye habitualmente la rebelión. No es una hipótesis descabellada. Luis XVI obvió que el cuerpo del rey no era el de un hombre común, sino un cuerpo depositario de la autoridad; es decir, una investidura, incluso en una corte que se jactaba de homologar la indulgencia sexual con los beneficios de la ``civilización''. Desde entonces, la sentencia de Sade repiquetea, inalterada, sus jocosas campanas: ``Cuando el cetro y el lecho se manejan con la misma mano sigue el infierno''.
Monica Lewinsky aparece como una primeriza frente a esas históricas cortesanas. Ni siquiera logró, como ella misma lo refiere, ganarse la confianza del irresuelto mandatario norteamericano. Sin embargo, todo lo que no pudo acabar en el Oval Room, quedó a cargo de la imaginación pública. ¿Pero qué sucedió exactamente en los recintos presidenciales? Como todo informe, el del fiscal K. Starr es una construcción deliberada de la realidad. Finalmente, las variedades de una acusación residen en la naturaleza de su postulación. Lo que en la declaración presidencial se vuelve un evento frío: ``sí hubo sexo oral, pero sobre mí'', en el reporte del fiscal se transforma en la didáctica de un voyeur: ``Sentado en la silla presidencial, el señor Clinton introdujo sus manos..., ...mientras la señorita Lewinsky creía que recibía amor...''. La primera versión habla de un acto privado; la segunda, de una profanación. La clave está en la eminencia simbólica (nótese ``la silla presidencial'').
La difamación también tiene un método. El reporte del fiscal apunta a representar no una falta civil sino un moderno sacrilegio. Uno a uno los símbolos y los sitios del poder son expuestos a una narrativa de la desacralización. Sus preocupados detalles convierten al flirt de Clinton en una profanación de un santuario de la nación, algo cercano a lo sagrado en la mentalidad norteamericana. El informe deviene un libelo, el fiscal, como apuntó Carlos Fuentes para La Jornada, una versión de Torquemada. Los resortes del imaginario público que pretende movilizar esta teatralidad son predecibles. La metáfora transita desde el dispositivo legal hasta los artefactos del fetichismo en una cultura asediada por las demarcaciones estancas. Ese puro no es un puro. Es un instrumento que multiplica las fantasías populares de la interdicción: el oscuro objeto de una transgresión.
La exhibición del video en el que Clinton comparece ante el Gran Jurado reitera y amplía esta estrategia. Cuatro horas de inquisición pública sirven para otro ejercicio mordaz: la (auto)desacralización del presidente mismo. Una cámara fija observa, inmutable como el ojo de Dios, a un hombre sometido a interrogatorio. Los rostros de los inquisidores no aparecen nunca (antes llevaban capucha); tampoco las trampas obligadas de la televisión (maquillaje, tomas selectas, cambios de cuadro, imágenes favorables, etcétera). Hay momentos en que Clinton se muestra nervioso, irritado, molesto. Ya no es la investidura, sino un mortal común. Además, un mortal que trastabillea, exento del aura del poder, el aura que lo significa (o no) como el presidente.
Frente al gran jurado Clinton optó por una confrontación que Hilary ya había anunciado desde el principio. Una y otra vez muestra que la relación entre el inocuo affaire Lewinsky y la gigantesca investigación se halla fuera de toda proporción; desvía la atención hacia un ``tema irrelevante''; la ``fiscalía persigue (aquí sólo alude al caso de Paula Jones) otros intereses''. ¿El acusado se erige en acusador? Es la carta más arriesgada del presidente. La mentira (el argumento central del fiscal) es una construcción o un imperativo moral; se cree o no se cree. En cambio, una confabulación (el argumento de Clinton) debe volverse elocuente, apela a cierto razonamiento. ¿Queda tiempo para ello?
En rigor es la única estrategia que le queda, no para salvarse él, sino para seguir allanando el camino (¿a Gore?) de lo que inició hace seis años y que probablemente lo llevó hasta el Gran Jurado: el desmantelamiento gradual del reaganismo. Para ello tendrá que creer que no somos, como supone toda mediocridad, nuestra imagen, sino las obras que legamos. Y lo más difícil: ¿cómo sortear la distancia que lo separa de una sociedad política empeñada en detener la reforma y enfrentarla con una población que, por esas obras, lo apoya? Clinton sabe cómo hacerlo. Lo ha demostrado. Finalmente, the best man is a man at his best.