El pintor uruguayo Ignacio Iturria, quien exhibió individualmente en 1994 -en el Museo J.L. Cuevas, en el que existe obra suya desde 1990- no es desconocido en México. Por conducto de la Galería Praxis y de sus filiales, así como de Miguel Kahayoglu, su representante, la pintura de Iturria ha circulado por varias capitales del mundo, siempre con éxito.
Iturria obtuvo el premio de pintura en la XLVI Bienal de Venecia (1995) y ahora su muestra La casa de la memoria se exhibe desde el pasado 3 de septiembre en el Museo Tamayo. Buena elección por parte de dicho recinto, de un pintor latinoamericano que tiene como primera virtud el rescate de la pintura-pintura sin que le importe ni proponerse como ultravanguardista ni parecerse a nadie que no sea él mismo, con todo y que pueden detectársele ciertos rasgos propios de artistas de su país y del país vecino, como sería el modo escénico de dividir que en ocasiones privilegió Joaquín Torres García o algunas convergencias con Kuitca.
Su paleta tiende al marrón en todos sus tonos, tiempos, modos y personas. Ese es el ``fondo'', trabajos con amor y con virtuosismo, sobre el que planta sus figuras, generalmente pequeñas, dispuestas de modos diversos, pero no arbitrarios. Pueden asumir una disposición medianamente radial, como ocurre en el óleo Cuatro (aunque son nueve las figuras que aparecen), asomarse a las ventanillas de trenes en movimiento, entregarse a sus respectivas reflexiones recordando sus actividades predilectas, como en Retratos con enfermera, óleo en el que el espacio está dividido en nueve secciones como en el juego infantil que llamábamos ``cuadro'' o asumir la disposición de un árbol genealógico.
A veces el manejo del espacio queda contradicho, por ejemplo, al representar los lechos donde reposan los durmientes y la mesa del desayuno en picada, mientras que otros personajes están en ortogonal, habitando el espacio ilusoriamente abocinado de una habitación.
El ámbito es muy importante para este pintor y lo ha llevado al volumen configurando objetos que sirven de soporte a los seres que allí aparecen. Mesa de luz es un buró compuesto de dos cajones de madera. Soporta las ``fotografías'' que le son caras a su propietario, que bien puede habitar una cabaña rústica, o haber implementado ese mueble para resolver una necesidad básica, la de guardar cosas, sirviéndole también para tener cerca sus memorias. Estas son pequeñas pinturas, todas con personajes, que pueden corresponder a una ``edición múltiple''. Lo digo porque es frecuente encontrar el mismo personaje representado de modo casi idéntico en estas pequeñas composiciones aproximadamente del tamaño de una tarjeta postal.
La mesa grande ofrece perforaciones rectangulares, no virtuales sino reales. Cada una de ellas se corresponde con un ``retrato'' que la limita en su espacio posterior. Al observarla me vino la asociación con ciertos cementerios vernáculos en los que las tumbas son muy sencillas, pero ostentan cada una el retrato del muerto.
Los objetos de Iturria, bidimensionales o volumétricos, son domésticos y los elementos que los acompañan tienen las más de las veces carácter simbólico. Los símbolos son polivalentes, no interpretables de causa a efecto, y máxime si se trata de símbolos creados por un pintor, cosa diferente a la codificación que corresponde a la alegoría, pues ésta tiene rasgos preexistentes. En Iturria es frecuente la cabeza con un larguísimo cuello, convertida a veces en una botella que incluso contiene líquido, otras en algo que es emitido en forma de chorro, mediante un grifo o un animal, como ocurre en el óleo Madre que asume la configuración del segmento estrecho de un edificio departamental de varios pisos.
Más psicólogo que filósofo, este auténtico pintor intuye e introyecta las analogías entre personajes, ambientes, prototipos, de las ciudades de Río de la Plata: Montevideo y Buenos Aires, con los medios que los circundan y con sus propias asociaciones. Muy grata muestra.