Arturo Cruz Bárcenas Ť Hoy se cumplen 13 años de la desaparición física del músico rupestre Rockdrigo González. Los sismos de ese año se llevaron esa alma de asfalto hidrocálida y, a tono con su espíritu, el destino, del que se burlaba o, mínimo, ironizaba, le reviró su mensaje: en un instante cualquiera de nosotros puede estar distante.
Mucha tinta se ha esparcido desde entonces. Queda de él esa imagen jocosa, chispeante, desmadrosa, de intelectual inorgánico --Gramsci dixit--, del Dylan mexicano --cuya influencia siempre aceptó, junto a la de Donovan, entre otros--, y de las letras con retruécanos y giros que el mismo Redrogo identificó en grandes literatos y con poetas de vena pesada, como los malditos.
Rodrigo González nació un 25 de diciembre de 1950 en Tampico, Tamaulipas. A los 20 años viaja a la ciudad de México. Pero no llega con las manos vacías. Ya tenía el precedente de haber dirigido grupos multidisciplinarios como Siglo XXI, Los Hongos y Los Géminis, que desarrollaban teatro, danza y música. Y a talonear, a navegar cuesta arriba. Hasta el final. Calles, avenidas, camiones, peserdas inefables, vagones del Metro conformaron su hábitat, el entorno, los factores sociales --se dirían social e historiográficamente-- que darían forma a la música de un defeño a fuerzas.
Ese modus vivendi talonerus fue presente y sino, sí. Pero Rockdrigo dio un gran paso en su creatividad al presentar en 1976 en Bellas Artes (bueno, a un ladito, cuando los alrededores del palacio tenían otra apariencia) su suite Yo no juego, junto con José Luis Benítez.
Hacia el 84, con algunos amigos impulsa el proyecto Liga de Músicos Eerrantes y Cantantes Rupestres, cuya línea crítica marcaba la diferencia entre los músicos con instrumentos de tecnología de punta y los que sólo se hacen acompañar por una lira, y esto los identifica más con el arte del sonido desarrollado por entes cavernarios, de las primeras etapas del desarrollo de la humanidad.
Los juglares no están sujetos a los vaivenes tecnológicos y su misión, quiéranlo o no, es la de ser recipiendarios de esa historia sin memoria --que han estudiado intelectuales como Alberto Híjar-- que se va dando con el hombre de la calle, el ser de carne y hueso y no la abstracción o entelequia de un jabón teórico.
En ese 1984, el Rodrigo organiza con Roberto Ponce el Primer Festival Rupestre en el Muaseo del Chopo, en el que participaron músicos que han buscado canales no convencionales para transmitir sus creaciones, tales como Rafael Catana, Jaime López, Alex Lora, Guillermo Briseño y Eblen Macari.
Las rolas de Rockdrigo, compartidas a golpe de chela y veladas infinitas, se hallaban por aquí y por allá. Tanto así que hasta septiembre de 1985 habían un cassette --Hurbanistorias, así, con esa licencia gramatical, qué más da-- que circulaba en los bajos mundo del rock and roll, entre quienes buscaban rock en español o deambulaban por ese circuito de conocedores y buscadores de lo nuevo y no forzozamente comercial, tan plagado de lo que ciertos aristócratas musicales quieren que se consuma, sin más. La música por la música misma --que sería hermoso, desde una perspectiva artística, que así fuera--, sin importar la calidad de ésta.
Antes de la fatídica fecha estaban en preparación algunos demos que el propio Rodrigo había distribuido con bonhomía entre gente como Nina Galindo, su tocayo De Oyarzábal , Bárbara Burton, José Javier Navarro. Pero lo único original que se conserva de Rockdrigo es un cassette que él entregó a Nina Galindo y que ella cedió a Pentagrama, cuyo dueño, Modesto López, se ha preocupado de producir discos con la música del Rodrigo, quien por cierto tenía una habilidad singular para tocar huapangos, aunado a un don que no todos tienen: la improvisación.
Pero... la mañana del 19 de septiembre de 1985 el Rodrigo estaba fuertemente atado a la mano de Morfeo, en su departamento de la calle de Bruselas, cuando ocurrieron los eventos sísmicos y, adiós Nicanor, murió de un pasón de cemento, dice el populacho con su sorna callejera.
Dejó la capirucha y este mundo a los 35 años. El tampiqueño comenzaba a ser famoso entre el personal, cuyas carcajadas retumbaban socarronamente cuando el Rodrigo González cotorreaba el puntacho cual profeta del nopal y rehuía responder ``académicamente'' a la pregunta de qué es la música: ``es todo'', resumía.
Modesto López, el citado dueño de discos Pentagrama, prepara un libro sobre Rockdrigo, el cual incluye artículos de gente que lo conoció. Habrá que estar pendiente. Y digamos con los clásicos que el Rodrigo no murió, sino que ¡vivió!
(Este texto recupera datos de recortes de diferentes publicaciones facilitados por Juan Carlos Castellanos, responsable del área de prensa de discos Pentagrama, a quien damos las gracias mil)