Héctor Aguilar Camín
Gobernabilidad
Hay que tener mucho optimismo para pensar que el fantasma de la gobernabilidad, es decir, de la ingobernabilidad, no recorre los tiempos de México. No me refiero a la crispación de la competencia partidaria, ni a la discusión política enervada, inútil e inevitable a la vez, de los contendientes. Tampoco a la crónica falta de agendas con visión de largo plazo en los partidos y los candidatos que pueden ganar el 2000. Ni siquiera a la falta de consensos claros en cuestiones fundamentales de los últimos años, como la política económica.
Me refiero a la evidencia de un sistema político que en el curso de su transición a la democracia ha visto deteriorarse la esencia del Estado: sus instrumentos de seguridad y control de la violencia, al tiempo que su economía y su sociedad son más vulnerables que nunca a los impactos de la globalización de los mercados y las finanzas.
Aun si los fundamentos políticos del Estado estuvieran intocados, una crisis como la que lleva en el vientre el sistema financiero internacional podría devastar nuestro orden político, haciendo del todo incompatibles las demandas y necesidades de los ciudadanos con la capacidad de respuesta del gobierno civil. También a la inversa: aun si no estalla la crisis financiera internacional, el hoyo negro de la quiebra de la seguridad del Estado puede devastar los logros del país en todos los otros ámbitos.
Cada uno de esos factores por separado -la crisis financiera internacional y la quiebra de la seguridad del Estado- pueden hacer ingobernable a México. Si esos factores convergen, obligarán, sin más, a una salida autoritaria que arrasará nuestra incipiente democracia, y muchas cosas más, a menos que las fuerzas democráticas se preparen desde ahora para enfrentar esa emergencia y de que pacten acuerdos en lo esencial que permitan al régimen civil gobernar al país, aun en las condiciones extraordinarias que puedan sobrevivir de la expansión de nuestros propios agujeros y los que vengan de fuera.
Sorprende por todo ello la lentitud, si no es que la indiferencia, con que el gobierno de la República ha reaccionado a la propuesta de los dos partidos mayores de la oposición para llegar a un pacto de gobernabilidad. Sorprende también escuchar en privado voces que juegan, desde la izquierda, con la idea de si llegó o no el momento de reventar de una vez por todas el sistema, mediante el simple expediente de radicalizar, antes que mitigar, las contradicciones políticas de la nación y los errores acumulados del PRI-gobierno (la vieja lógica loca de ``Entre peor, mejor'').
Convendría preparar respuestas civiles y democráticas para el peor de los escenarios. Pero aun si los escenarios catastróficos no se presentan, aun si la crisis internacional no se desata ni se profundiza la quiebra de la seguridad del Estado, hay suficientes evidencias en la situación actual de que ninguna de las fuerzas políticas mayoritarias del país puede gobernarlo sola. La suma de los votos y de los congresistas de los partidos de oposición serán probablemente una mayoría absoluta sobre el gobierno triunfante, que tendrá que lidiar, además, con un cuarto poder independiente, de proclividad adversaria: la prensa. Por sus propias razones de prestigio y mercado, los medios de comunicación actúan cada vez menos como aliados de gobiernos estables y cada vez más como sus vigilantes.
Hay que agregar ignorancia al optimismo para pensar que la gobernabilidad se producirá por sí sola en esas condiciones, respetando sólo las leyes vigentes y acogiéndose sin más a las reglas institucionales de la República. Muchas de esas leyes y de esas reglas que funcionaban bien en condiciones de la hegemonía presidencial priísta, muestran vacíos graves cuando la hegemonía está en disputa y la política se ejerce a partir de mayorías frágiles y cambiantes. Es el caso en México. Baste recordar las incertidumbres por la aprobación del presupuesto del año pasado y las iniciativas clave que están hoy detenidas en el Congreso, bajo las condiciones de un virtual empate técnico: la ley de derechos indígenas y la ley del rescate bancario.
Sin pactos explícitos o implícitos de los políticos que conducen la cosa, la cosa seguirá caminando a la parálisis y la discordia. Habría que estar ciego para no ver que el desacuerdo sistemático -explícito o implícito- de esos políticos producirá fragmentación en lugar de pluralismo, desgobierno en lugar de gobernabilidad, autoritarismo en lugar de democracia.