No me parece una frivolidad consignarlo por escrito. Me entusiasma el duelo beisbolístico que se ha entablado entre el corpulento estadunidense Mark McGwire, de Cardenales de San Luis, y el mulato dominicano Samuel Sosa, de Cachorros de Chicago, para ver quién será el campeón jonronero de todos los tiempos en el beisbol de Grandes Ligas. Aunque pierda, yo le voy a Sosa, y me gustaría verlo encaramado como adalid de la parte más llamativa de un deporte que fue inventado por los estadunidenses.
Hay varias maneras de participar como aficionado en los deportes. Existe el aficionado puro y frío que se inclina a apoyar al que mejor se desempeñe, realizando un balance sereno sobre el que tiene mayores posibilidades de triunfo. Pero habemos otros muy numerosos, que escogemos la camiseta a la cual afiliamos nuestra simpatía, sea un atleta individual o un equipo, por razones sentimentales.
No tengo inconveniente en reconocer que en mi caso mis simpatías deportivas emanan de una traslación de mis opiniones políticas a favor de la justicia al terreno del pasatiempo. Siempre me estoy fijando, para tomar partido a su favor, quién es el más débil o quién representa al grupo humano más ultrajado.
El deporte se ha deformado y frecuentemente es alientante, pero a veces presenta, independientemente del negocio, una fisonomía política simbólica, como cuando el negro Jesse Owens ganó la prueba de cien metros planos en Berlín, en unos Juegos Olímpicos que presenció iracundo el racista Adolfo Hitler, o cuando Jackie Robinson rompió la barrera del color en el beisbol rentado de Estados Unidos, contribuyendo a abatir la discriminación en su país.
Siempre me ha interesado escudriñar en las vidas de grandes deportistas que son o han sido un canto de sincronización entre el músculo y la inteligencia, y que además intentan ser ejemplo cívico en sus vidas. Entre las figuras más recientes me emociona la cubana Ana Fidelia Quirot que, después de sus graves quemaduras, retornó al triunfo deportivo, echando mano de una gran fuerza moral, y me emociona Cassius Clay (Mohammad Alí), el ex campeón mundial de boxeo, que sufrió represalias por oponerse a la injusta guerra de Vietnam, y que hoy se encuentra en La Habana, llevando ayuda humanitaria, a pesar de padecer el mal de Parkinson.
Ahora que escribo, los toleteros Mark McGwire y Samuel Sosa se encuentran en la lucha por apoderarse del mejor registro en ese departamento, aunque el llamado Big Mac (64) aventaja al isleño con un vuelacercas más en la temporada. No obstante, ambos han superado las marcas que establecieron, en 1927, el famoso bambino Babe Ruth, hijo de inmigrantes italianos, y, en 1961, el astro Roger Maris. Todavía están pendientes cerca de 20 juegos para que se dirima si el campeón de jonrones será el estadunidense McGwire o el dominicano Sosa.
Yo le voy a Samuel Sosa, ya lo dije, por razones sentimentales. Según informes de la prensa, Sosa fue en su niñez, para ayudar a mantener a su familia, limpiabotas, como aquel excelente boxeador cubano,
Kid Chocolate, y diferentes boxeadores mexicanos y latinoamericanos. Siempre he estado inmerso en afanes colectivos de las personas, sin descartar el papel de los individuos, que también se da mucho en los deportes. Por eso le reconozco a Samuel Sosa sus brillantes y excepcionales condiciones para lograr la superación de su desamparo infantil mediante una salida individual. Además, me asomo con curiosidad a la noticia de que Sosa le dedica sus hazañas deportivas a su madre, que a lo mejor fue una sufrida madre soltera.
Le voy a Sosa, aunque pierda, y deseo que el triunfo no se le suba a la cabeza, y que cada vez que se vuele la barda la pelota fuera del estadio vaya a caer en manos de un niño pobre, que la pueda vender en mil dólares. Le voy a Sosa por pobre de origen, por negro, por dominicano y por latinoamericano.