La Jornada Semanal, 20 de septiembre de 1998
Nadie visita el puerto de Veracruz sin caer rendido ante su fascinación. Su mezcla de celebración de la vida con la indolencia y el abandono nos arrebata algo de la mirada que ya no regresa a casa con nosotros; se queda en ese horizonte de aguas grises, a menudo inhóspitas, jardín de tiburones, que golpean contra las páginas de Postales desde el puerto, de Ana García Bergua.
Sin embargo, el carácter de una ciudad no se conforma solamente de aquello que la vuelve universal, sino también de las miradas solitarias de los individuos. El libro de viajes encuentra su sentido no porque ennumere los encantos de algún sitio en esta tierra, sino porque comparte una experiencia irrepetible, la de un deambular en el que la ciudad universal es eco de las reflexiones de una sola conciencia.
El gran acierto de Postales desde el puerto es que Ana confía en la veracidad de su mirada, y ese, el suyo, es el Veracruz que nos ofrece. Más que postales, Ana nos entrega viñetas, apuntes hechos sobre una servilleta o un cuaderno mientras bebe café en La Parroquia, imágenes que la asaltan mientras pasea por el malecón.
La aventura del puerto, la de Ana, inicia en la terminal de Taxqueña y prosigue en la noche fantasmal dentro del autobús, donde el punto de partida y de llegada se difuminan dejando al viajero a solas con su existencia. Y sólo entonces veremos el mar, las playas pardas, San Juan de Ulúa, los barcos, la marimba, el danzón y los cafés. En las divagaciones de Ana reconozco uno de los rasgos que más admiro en su escritura: la limpieza de una mirada desprovista de prejuicios o convenciones y que por ello puede situarse en cualquier ángulo de la escena observada, hacer las más insólitas relaciones, reflexionar sobre lo extraña, trágica y finalmente chistosa que es nuestra condición humana. En la escritura de Ana uno se reconoce, con cierta inquietud, como el espécimen de una raza sorprendente en un zoológico, o como los tiburones y mantarrayas de ese acuario fabuloso que ofrece, con la simple exposición de los prodigios del mar, una de las más arrebatadoras experiencias del puerto. El humor de Ana García nace de esta capacidad de ver la singularidad o la belleza en el absurdo; de la íntima conciencia de que nada rige el sentido de nuestra vida y de que la verdadera aventura está, simplemente, en ver. Todo lo nuestro es un viaje.
Pero volvamos a Veracruz: el puerto tiene en nuestra memoria una cualidad de intemporalidad, hasta cierta medida, falsa. Veracruz siempre cambia. Y siempre resentimos los cambios, nos enojamos por no poder bañarnos dos veces en el mismo río. La Parroquia que era un referente del puerto casi idéntico a la eternidad se cambió de sitio. Dejó en su lugar un café que, digan lo que digan, nunca será La Parroquia. El incomprensible afán de hacer de Veracruz un moderno centro turístico vulgariza la elegante indolencia de los jarochos. El Prendes ya no es el Prendes sino un antro escandaloso, propiedad de Hank Rhon quien, según contaba un mesero a principios de año, ni siquiera conoce el puerto. San Juan de Ulúa está en peligro de caerse a pedazos, hecho de esa piedra viva que es símbolo del puerto, piedra que se deshace y vuelve a la lenta corrosión del mar y de los vientos, adaptada al ritmo más vasto de una imperceptible, lentísima pero segura, destrucción.
Pero siempre termina uno reconciliándose con Veracruz. El 31 de diciembre del año pasado llegué al puerto y me ofendió el grosero despliegue de decoración turística, ese maquillaje de plástico que quiere hacer de Veracruz un Acapulco: nada más falso y fallido. Pero después, paseando por el malecón, mientras veía cómo el año viejo representado por un muñeco de trapo era quemado entre cohetes y los barcos lanzaban hermosas luces de colores, tuve que admitir que el puerto seguía ahí, a su manera, inmutable.
Este libro refleja esa atmósfera de permanencia, la nostalgia del viaje que emprendemos deseando encontrar una y otra vez el mismo paisaje, las mismas escenas, desde la obligada travesía a través de las temibles cumbres de Maltrata hasta las historias absurdas y verídicas alentadas por el alcohol en los Portales, el abandonado paseo tras el club de yates donde el mar se lleva nuestros más íntimos secretos, los muchachos bailando danzón con sus ropas profanas, el ruido y la algarabía que irrumpen cada mañana tras la breve madrugada de precario silencio, roto por los tordos de negro plumaje y su inquietante fiesta nocturna. Finalmente, lo que nos entrega Ana en este libro es una estampa de la felicidad.
Toda ciudad está hecha de su geografía y de la conciencia de los hombres. Veracruz es una de esas ciudades donde los hombres han optado por ser más libres, quizá por la promesa abierta del mar, o por su amenaza de inaugurar y destrozar destinos.
Una ciudad para morir, o ``para no morir nunca'', dice Ana de Veracruz. La paz en que los goces del alma y del cuerpo nos permiten asomarnos a nosotros mismos y al misterio de la tierra a que pertenecemos. Veracruz es esa promesa, retrato de un rostro de México que quisiéramos imperecedero, nos
recuerda sin embargo todos los pasos de nuestra historia. Sangre, invasiones y resistencia siguen flotando en el aire cargado de sal. Por eso la actual calma de Veracruz, su abandono a las dulzuras del ocio, es quizá una esperanza, una invitación tanto al gozo como a la fortaleza. Recibo la frescura de las estampas que nos entrega Ana en este libro con especial gratitud, ahora que tenemos tanta necesidad y sed de belleza, tanta urgencia de recordar que este país puede ser también amoroso, digno y fértil para los sueños del corazón humano.