José A. Ortiz Pinchetti
El Distrito Federal: completar la reforma política

Los capitalinos estamos en vías de perder la condición de súbditos a los que la presidencia monárquica nos sometió durante casi siete décadas. Pero todavía no podemos cantar victoria. La reforma política necesaria está al alcance de la mano, pero no estamos seguros que los protagonistas quieran extenderla y terminar su tarea.

En el verano de 1996, todos los partidos políticos con representación parlamentaria acordaron iniciar el proceso de emancipación. El PRI era el partido que en ese momento tenía el control absoluto del Congreso, pero tuvo sensibilidad política y abrió la puerta.

Fue reformada la Constitución de la República y se aprobaron avances significativos: la elección directa de un jefe de gobierno del Distrito Federal, la constitución de una verdadera Asamblea Legislativa y la elección directa de los titulares de las demarcaciones territoriales (antiguas delegaciones) en que se dividía la ciudad de México. Sin embargo, la reforma quedó incompleta porque se dejó al Congreso federal la expedición del Estatuto de Gobierno de la capital.

En julio de 1997, se eligió a un jefe de gobierno y a los diputados a la Asamblea Legislativa. Un líder opositor, Cuauhtémoc Cárdenas, fue electo para encabezar la administración del Distrito Federal. La Asamblea quedó bajo el control de su partido (PRD). Se abrió entonces un periodo de gran actividad legislativa y la posibilidad para convertir a la capital en una entidad de plena soberanía similar a la de los estados.

A principios de este año, los cinco partidos en el Distrito Federal iniciaron la negociación de una reforma integral y radical. La línea principal de discusión se centró en la construcción de una reforma democrática para la capital, pero también abarcó la organización electoral y una legislación de participación ciudadana.

Se privilegió el consenso y se introdujo por primera vez a secretarios técnicos apartidistas para dinamizar las discusiones y aportar un punto de vista ciudadano. A pesar de los buenos augurios y de más de cien sesiones de trabajo, no se han perfilado todavía consensos en los temas centrales. Aunque ya hay una clara corriente mayoritaria, no se ha resuelto la resistencia, sobre todo la de uno de los partidos.

La gran paradoja consiste en que los partidos -en sus ofertas políticas y programas-, los comentaristas políticos y el público están de acuerdo ``extraoficialmente'' en que el Distrito Federal tiene derecho a un Estatuto Jurídico que, en el aspecto material, sea una verdadera Constitución local. No hay ninguna verdadera razón para impedir que la capital cuente con las mismas facultades que los estados, que goce de una ley fundamental emitida por su propia Asamblea Constituyente o para que se establezca una relación con los poderes federales que tienen asiento en la ciudad de México. Nadie podría oponerse a que los defeños tengan los mismos derechos y obligaciones que los ciudadanos de las demás entidades federativas. ¿Quién puede estar en desacuerdo que el Distrito Federal se divida en demarcaciones municipales o que cuente para su gobierno con un cabildo? Todas estas reformas son urgentes y necesarias.

Sin embargo, sin un acuerdo político de gran dimensión lo anterior no sería viable. La Asamblea local podría aprobar algunas reformas importantes, pero incompletas. Sería necesario que la Cámara de Senadores y la de Diputados votaran para derogar el Estatuto provisional, que es ``federal'', y para reorganizar íntegramente los artículos 44 y 122 de la Constitución (redefinir la naturaleza jurídica de la capital, la organización de su gobierno y el establecimiento de su soberanía).

Sería necesaria la aprobación del constituyente permanente. Es decir, el voto del Congreso de la Unión en mayoría calificada de dos terceras partes y de la mayoría de las legislaturas de los estados. Sin consenso de todas las fuerzas políticas importantes del país, todo es imposible. Nuestra capital se merece este consenso. Se merece el voto del PRI, que abrió el camino con la reforma del 96; se merece el voto del PAN, que desde hace más de 40 años ha presentado los más consistentes proyectos de reformas; se merece el voto del PRD, que ha sido una fuerza decisiva en el proceso de democratización, y también de los demás partidos nacionales, que se verán altamente beneficiados con la reforma.

En una época aciaga como la que vivimos en nuestro país, este acuerdo mayor sería una señal muy poderosa de que la clase política mexicana está asumiendo en serio su responsabilidad histórica.