La Jornada 20 de septiembre de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La isla del tesoro

El ritmo de la reunión se interrumpe cuando alguna de las invitadas se aproxima al sillón donde Elsa descansa y murmura: ``Pobrecita, se le subieron las copas. Está bien dormida''. La autora del comentario se sorprendería si supiera que su anfitriona lleva la cuenta exacta de quién y cuántas veces ha pronunciado esas palabras.

Elsa se conoce bien, sabe que no está ebria sino un poco aturdida. Hacía años que no le pasaba algo semejante. Se lo había impedido el temor de no llegar a tiempo a su caja y equivocarse con las cuentas. A partir de mañana no tendrá qué pensar en eso. En el momento en que sus amigas le entregaron el regalo -una bufanda que pagarán entre todas las próximas quincenas- Elsa lo comentó. Sin previo acuerdo, sus compañeras le dijeron al mismo tiempo: ``¿Y no te da gusto? Imagínate que de ahora en adelante podrás dedicarte a pensar un poco más en ti''.

Elsa no dijo que eso era lo que la asustaba. Consideró que algunas de sus amigas eran demasiado jóvenes para comprenderla y otras tan viejas, que sentirían pánico ante la visión de lo que las aguardaba. Elsa sintió pena de imaginar que muy pronto le sucedería a Berta lo que a ella había empezado a ocurrirle dos semanas antes.

A principios de quincena el señor Toledano -hijo del fundador de Su-Súper- la había hecho subir a su despacho para preguntarle en el tono más cordial: ``Y dígame, ¿ha considerado la posibilidad de retirarse a descansar?'' Elsa no puede reprimir el disgusto hacia sí misma cuando recuerda el tono de niña aplicada y entusiasta con que respondió: ``No, ni jamás. Esto es mi vida''. Supuso que el jefe le respondería lo que tal vez le hubiera dicho el señor Toledano padre: ``Me alegra saber que sigue siendo un miembro de nuestra familia y que lleva bien puesta la camiseta de Su-Súper''.

En lugar de ese discurso Elsa oyó una despedida disfrazada de falsa solidaridad: ``En estos tiempos la atención a caja se ha vuelto muy peligrosa y requiere de alguien capaz de...'' Elsa le ahorró a Toledano hijo el resto de la explicación. Murmuró un ``comprendo'' que era el reconocimiento de su ineptitud. Agradecido, el jefe se levantó, le dio un abrazo y le dijo que tenía un plazo de dos semanas para dejarlo todo en orden.

Elsa se permitió una pequeña satisfacción: aseguró que, si él lo deseaba, en ese mismo instante podían ir a su caja y comprobar que todas las cuentas estaban en orden. Toledano respondió con un gesto admirativo. Después, guardando cierta distancia, la acompañó hasta la puerta y le dijo: ``Hay que seguir echándole ganas''.

Mientras descendía los cuatro tramos de escalera, Elsa hizo ejercicios de respiración profunda. Así se quitó el aspecto de perro apaleado pero no un sentimiento de rabia que exigía revancha. La ejerció al decirse que su jefe acababa de causarle un doble perjuicio a Su-Súper al despedir a una buena empleada que además era la mejor clienta del departamento de bisutería. Recordó su tesoro: los prendedores, collares, aretes, anillos y pulseras adquiridas a lo largo de 24 años, lo que implicaba que buena parte de sus sueldos se habían incorporado al capital de Su-Súper. Cada mes, y en ocasiones antes de ese lapso, Elsa invertía parte de su hora de comida en ver los muestrarios de joyas y en apartar -al cabo de largas reflexiones- un accesorio capaz de devolverle el interés por su persona y por la vida.

Echada en el sofá, Elsa trata de recordar cuánto le costó aquel collarcito de perlas falsas con que se gratificó al recibir su primera quincena. Le impide obtener respuesta el comentario de Berta: ``Sigue dormidita, ¿esperamos a que despierte o nos vamos sin despedirnos?'' Mercedes responde: ``Ay no, qué horrible. Al menos vamos a levantarle el tiradero: puede que mientras se despierte''.

La voz de Anabel, la más joven, se confunde con el tintineo de las botellas que lleva a la cocina: ``Ni modo, tenemos que irnos. Acuérdense que mañana nos toca el primer turno''. Elsa reconoce como suyas esas palabras: las pronunció durante los años que se abstuvo de cuanto pudiera hacerla llegar tarde a su caja. Y ¿para qué? Para que un día el señor Toledano hijo la echara de Su-Súper sin importarle que ella aún tuviera tatuada la camiseta del negocio y hubiera seguido dándole ganancias a la sección de bisutería. Allá se dirigió después de escuchar la noticia de su despido. Se lo comunicó a Inocencia, la encargada del área, mientras elegía algo que dejó apartado y pagó con algo de su última quincena.

Cuando oye que sus amigas empiezan a enfundarse en sus sacos y gabardinas, Elsa acentúa su inmovilidad. Teme la despedida, ponerse a llorar cuando sus antiguas compañeras le aseguren que la llamarán para reunirse en algún restorán y que entre ellas todo seguirá como antes. En estos momentos lo único que desea es que se vayan y la dejen en posesión de su nueva vida, de recién adquirida libertad. Entonces quizá siga bebiendo. Aunque mañana sea lunes, ella no tiene que preocuparse de llegar temprano a su caja. Por primera vez siente celos hacia la persona que recibirá la llave de la registradora y oprimirá las teclas que han sido la clave de su vida.

II

Se oye el golpe del zaguán. Elsa ya no tiene que fingirse dormida. Despacio se incorpora. Mirar la mesa donde quedaron algunos platos y botellas le causa el mismo sentimiento desolado que experimentó hace años cuando, a la vuelta del cementerio, regresó a su vivienda. Aquella tarde se dejó caer en una silla próxima a la puerta y desde allí miró la cama donde sólo quedaba la huella que su madre había dejado al cabo de cuatro años de postración.

Elsa comprende que debe huir de esos recuerdos. Se levanta, decidida a devolver todas las cosas a su sitio. En la urgencia de aturdirse con la actividad, tropieza. El incidente le recuerda a su cliente más antiguo: el maestro Efrén. Mañana, gracias a su percepción de invidente, antes de llegar a la caja se dará cuenta de que no es ella quien teclee la registradora; adivina la respuesta de la nueva cajera al ser interrogada por el maestro: ``Elsa ya no está con nosotros. Y díganos: ¿encontró todo lo que buscaba?''

Como siempre que hay un cambio de personal, el señor Toledano hijo permanecerá cerca de la empleada para calificar su desempeño. Elsa vuelve a encelarse cuando imagina la expresión halagada de la nueva cuando oiga decir a su jefe lo que Toledano padre le comentó a ella hace 24 años: ``Muy bien Elsa. Ya veo que usted está decidida a ponerse la camiseta de Su-Súper''. Siente curiosidad de saber quién la sustituirá en su caja. Tal vez la conozca. De ser así le gustaría llamarla por teléfono y ponerla sobreaviso de lo que le ocurrirá cuando pasen 20 o 25 años y el señor Toledano -a esas alturas será el nieto- la deseche.

Esto fue exactamente lo que le hizo Toledano hijo, excepto que le dio una pequeña tregua. El viernes, a la hora en que Elsa estaba haciéndole entrega de la libreta de registro, las llaves y los carrujos de moneda, se oyó el bastón del profesor Efrén. Elsa hizo un gesto suplicante y el señor Toledano accedió a que atendiera a su último cliente.

Igual que en los últimos años Elsa le preguntó al maestro Efrén por su salud, por su nuevo curso de masoterapia y por los trámites para obtener un perro guía. A esto él respondió que la próxima vez iría de compras acompañado por Henry, un labrador a punto de graduarse de lazarillo. ``¿Cree usted que me permitirán entrar con él?'' Elsa respondió que no habría ningún problema. Feliz, el invidente se despidió sin percatarse de que no obtuvo respuesta cuando dijo: ``El lunes vendré a presentarle a Henry''.

La nostalgia que siente hace comprender a Elsa que el camino de los recuerdos la llevará sólo al despeñadero. Cierra los ojos y mientras hace un breve ejercicio de respiración piensa en el comentario de sus compañeras: ``De ahora en adelante podrás pensar en tu vida''. ``Mi vida'', repite Elsa mientras hace el balance de lo que ha conquistado en 24 años de trabajo: un grupo de amigas que se irán desvaneciendo con el tiempo, el recuerdo del maestro Efrén y una caja repleta de bisutería.