La reciente realización de sendos coloquios dedicados a Silvestre Revueltas (1899-1940) y Manuel M. Ponce (1882-1948) invita a reflexionar sobre la peculiar manía celebratoria que padecemos. En principio, se agradece a quienes concibieron y planearon tales actos el haberlos realizado en un año en que ninguno de los dos ilustres cadáveres musicales cumple cincuentenario o centenario de haber muerto. Me consta que en ambos coloquios se dijeron cosas interesantes, se despejaron algunas dudas históricas y musicales, se hizo buena música y se generó un restringido pero saludable ciclo de retroalimentación entre diversos sectores y protagonistas de nuestra vida musical.
Si bien no quiero dedicar este espacio a hacer una reseña de los coloquios, porque mi intención es otra, no puedo dejar de mencionar entre los logros importantes, por ejemplo, la presentación del catálogo comentado de la obra de Silvestre Revueltas, o el hecho de que finalmente alguien (José Antonio Alcaraz en este caso) se haya atrevido a decir que el Ponce que debiera interesarnos no está en la falacia cursi que nos lo pinta como el almibarado creador de la abominable Estrellita, sino en regiones más importantes de su producción sonora.
A lo que voy en realidad es a enfatizar el hecho de que estos coloquios, sin duda necesarios y útiles en sí mismos, nos colocan cara a cara con la flagrante evidencia de que si bien algunos progresos se han hecho en la materia, nuestra música de concierto (la contemporánea en particular) sigue siendo una de las grandes ausencias en el marco del discurso cultural y estético de México. Quizá en este contexto hay otra gran víctima: el cine mexicano de hoy, y si lo menciono aquí se debe al hecho de que así como existe un claro anquilosamiento perceptual respecto de ese falaz espejismo mal llamado Epoca de Oro del Cine Mexicano, existe también en amplios sectores del público y de lo que pasa por crítica musical una falsa visión idílica sobre una supuesta Epoca de Oro de la Música Mexicana, que según este discutible enfoque, feneció de muerte violenta cuando comenzaron a aparecer las primeras obras maduras de Manuel Enríquez (1926-1994).
Repasemos las programaciones cotidianas de nuestras orquestas y conjuntos instrumentales y vocales, auscultemos las programaciones de los dolorosamente escasos espacios radiofónicos que a la música de concierto se dedican en nuestros cuadrantes, revisemos las pautas musicales de lo que se transmite en nuestras televisoras; el panorama es como un desierto sonoro en el que más allá de la producción musical europea del siglo XIX sólo se escucha el vacío ulular de un viento negro, que indica con claridad que la música mexicana de hoy sigue siendo una especie de paria.
Toda esta digresión viene a cuento por la cercanía inminente de 1999, año que marcará el centenario natal de Revueltas y de Carlos Chávez (1899-1978). Si nuestro aparato cultural institucional se comporta como de costumbre, tendremos coloquios y celebraciones y efemérides, algunas publicaciones, una que otra ceremonia, discursos numerosos, develación de placas, cancelación de sendas estampillas postales y quizá alguna medallita conmemorativa. Todo esto no está mal, pero no es suficiente, y puede resultar contraproducente si no se aprovecha la coyuntura para realizar una labor verdaderamente útil en favor de la música de Chávez y Revueltas y de los destinatarios naturales de sus partituras, es decir, el público.
Los coloquios, los ensayos y los tratados son cosa buena, pero tienen un destino limitado: los ojos y las mentes de musicólogos y especialistas. Todo lo que en 1999 se haga en este sentido será útil para efectos de historia, memoria y teoría; lo que no se haga en materia del sonido mismo será una oportunidad tristemente desperdiciada. Porque, finalmente, 1999 sólo enriquecerá en verdad a Chávez y a Revueltas (y a nosotros de manera tangencial) en la medida que se haga lo necesario para dar curso a lo que sí importa: editar partituras con sus obras, tocar su música, grabar discos con lo que falta por grabar (de Revueltas falta muy poco) y convencer a los medios de difusión que parte de su obligación (y privilegio, si así lo quisieran ver) es dar espacio para la diseminación amplia de estos dos catálogos musicales que están entre lo más importante de nuestra historia. Si no se hiciere así, que nuestros oídos y el futuro nos lo demanden.