La Jornada viernes 18 de septiembre de 1998

Lionel Jospin
Europa ante la crisis mundial

Las crisis tienen una virtud: arruinan, al menos durante algún tiempo, a los conformistas y sacuden las certidumbres. Como los escalofríos y las fiebres, son signos, síntomas de enfermedades más serias, de daños más profundos. Llegada la borrasca, ya no es posible, ni siquiera para los aduladores del liberalismo, de la globalización sin fronteras, del reinado sin freno de los mercados, negar lo que puede provocar un capitalismo incontrolado.

El capitalismo, la misma palabra da testimonio de ello, dio sus primeros pasos en las finanzas, también los falsos, en el siglo XIV. Aunque desde entonces se ha desarrollado tomando formas industriales, nunca ha renunciado a este signo original. Su última mutación, la de la globalización, es acorde con esta constante. Aunque las fuerzas del capitalismo, hasta entonces fragmentadas, se han confundido y han ganado fuerza con la desaparición de la URSS y la creciente integración de los mercados emergentes, conservan su talón de Aquiles: esta tendencia a la acumulación del dinero por el dinero, mucho más allá de los bienes productivos para los que sirve, que explica tantas imprudencias y de pronto alimenta los miedos, incluso los pánicos. México en 1982, después, en 1994, el sureste asiático y Japón desde 1997, Rusia hoy: la recurrencia de las crisis financieras recientes no ha hecho sino destacar este trazo constitutivo del capitalismo. Estas crisis conllevan, en mi opinión, tres lecciones: el capitalismo sigue siendo inestable, la economía es política y la mundialización exige la regulación.

El capitalismo sigue siendo inestable.

Este siglo nos lo demuestra: si el comunismo fue destruido por el totalitarismo, el capitalismo fue salvado por la democracia. Si el capitalismo perdió, desde 1989, su adversario y rival habitual, tampoco está totalmente fuera de su alcance. El mejor enemigo del capitalismo puede ser el propio capitalismo.

El economista americano Lester Thurow escribe que la economía se asemeja a la geología: el capitalismo ha recorrido líneas de fractura, que son fallas, que producirán sacudidas en el futuro. No se sabe ni dónde ni cuándo ni cómo se producirá el temblor de tierra; pero tenemos la certeza de que ocurrirá. Lo extraño es pues que estas crisis, cuando se producen, parecen sorprender a la mayoría de los observadores. Aunque previsible, el seísmo deja estupefactos a los actores del sistema financiero. Actores que tienen su parte de responsabilidad en el desencadenamiento de las sacudidas.

Como las que le han precedido, la actual crisis financiera tiene sus resortes específicamente financieros. Los mercados están con demasiada frecuencia animados por una lógica de corto plazo que les lleva a preferir el beneficio de hoy al crecimiento de mañana. El tiempo de la Bolsa, demasiado vivo en su movimiento, porque es técnicamente instantáneo, demasiado corto en su visión, no es el de la economía y, menos aún el de las sociedades. Rápidos para conmoverse, lentos en el razonamiento, los mercados financieros tienen poca memoria. Una vez que ha pasado la crisis, y a pesar de la claridad de las lecciones, los operadores recobran su miopía, olvidando todo y sin haber aprendido nada. Quizás porque tendrían que ir más allá de un análisis puramente financiero.

El capitalismo no sólo sufre de hipermetropía de su finanza, alimenta una debilidad constitutiva. Al mismo tiempo que crea riqueza, la concentra en exceso; aunque garantiza el desarrollo continuo de la producción a través del progreso técnico, tiende a excluir del mundo del trabajo a un número cada vez mayor de hombres y mujeres. Lleva en sí mismo esta fuente de desequilibrio. Y a este desequilibrio interno, hay un solo contrapeso que puede responder: el político.

La economía es política

En las crisis de hoy, el activismo financiero no es lo único en tela de juicio. Las desregulaciones de la economía y el languidecimiento de la economía también ocupan su lugar.

La crisis financiera del sureste asiático sanciona el fracaso de un modelo de desarrollo. El crecimiento de esta parte del mundo era real y se recuperará. Pero sólo el establecimiento de verdaderos regímenes democráticos, la afirmación de un modo de desarrollo social más igualitario, el respeto a las reglas prudentes y las normas bancarias podrán garantizar su perennidad.

La crisis japonesa es una crisis de decisión política. En Japón, el poder público ha dejado que se acumulen miles de millones de créditos dudosos en el sistema bancario. Hay que tener la fuerza y la voluntad de cortar de raíz, para separar y después eliminar, lo que es sospechoso y liberar lo que está sano.

La crisis en Rusia, aún más compleja, es una crisis de transición. Al desmoronamiento de un sistema estatal, centralizado, autoritario y esclerotizado, sucedió un liberalismo salvaje y descontrolado. Incluso se podría llegar a decir que no ha habido transición en Rusia. Como si, por una especie de revancha lejana de la Revolución de 1917, algunos hubieran querido una revolución a la inversa, una revolución liberal y, por segunda vez, dejando de lado el gradualismo, forzar y precipitar la evolución histórica. Con enormes efectos desestabilizadores.

La actual crisis ilumina claramente los resultados de esta liberalización a marchas forzadas. Al querer ``menos Estado'', se ha dejado que se desarrolle una jungla cada vez más farragosa. Allá donde se quería ``más libertad'', se ha dejado que se instale la ley del más fuerte.

La fortuna de algunos se ha lanzado contra la suerte agravada de los demás. Estos profundos desequilibrios repercuten en la esfera financiera.

Se creyó que bastaría con suprimir las limitaciones de la economía planificada para que naciera una economía de mercado. Cuando debería haberse hecho todo a favor de una transición progresiva, se quiso imponer a una sociedad, de manera demasiado brutal, y los países occidentales tuvieron en ello su parte de responsabilidad, un modelo que le era profundamente ajeno. Con este resultado paradójico de haber despertado la nostalgia del pasado, un pasado que, sin embargo, no volverá. Al negar la historia, la hemos hecho vacilar. Lo que Rusia necesita no es un regreso al pasado sino un futuro.

Lo urgente en Rusia es restaurar las funciones normales del Estado: recaudar impuestos, garantizar la seguridad, hacer que se respete la ley. No puede haber mercado sin Estado. La economía de mercado necesita reglas, instituciones sólidas, estabilidad, una organización.

Todas estas crisis disipan una ilusión: la de la autonomía de la esfera económica, liberada del sistema económico, de la organización social, de la historia misma de las naciones. La crisis financiera no condena la economía de mercado, que sigue siendo un instrumento indispensable de reparto de recursos. Proscribe la mercantilización total de una sociedad, lo que yo he llamado ``sociedad de mercado''. Muestra que no hay economía sana sin Estado sólido, sin norma de derecho aplicado para todos, sin cohesión y sin protección sociales, sin respeto a los pueblos y sin conciencia de la Historia.

Veo en ello la necesidad de afirmar una política nacional. En Francia, esto es lo que hacemos. No para negar la mundialización ni olvidar las restricciones de la competencia, sino para incorporarlas a nuestros objetivos, para seguir siendo un país actor de su propia historia. Las naciones, representativas de los pueblos, marcos de democracia, deben seguir siendo sujetos de la realidad mundial.

De ahí la importancia del diálogo entre las naciones. Respeto el principio de no injerencia, practico los usos diplomáticos. Pero la no injerencia no es la indiferencia. Y la diplomacia no excluye el intercambio sincero de puntos de vista ni la franqueza. ¿De qué sirve multiplicar cumbres y encuentros bilaterales si no se practica en ellos más que la aprobación, el abrazo o el silencio prudente? La suerte de la economía mundial, el futuro de la comunidad internacional son nuestro bien común. Si una determinada práctica puede serle perjudicial, es deber de cada uno, en el respeto a personas y pueblos, decirlo. Es nuestra responsabilidad colectiva. Es así como instauraremos la regulación que el mundo necesita.

La mundialización exige regulación

La globalización de la actividad económica, para recoger sus frutos y para controlar sus excesos, una globalización equivalente de las políticas. No podría haber economía mundial sin regulación mundial. A problemas globales respuestas globales: éste es el realismo al que nos invita el siglo XXI.

El primer reto de la regulación futura es revisar el funcionamiento de los mercados de capitales. La actual crisis da testimonio de inestabilidad, engendrada por un desarrollo no controlado de los mercados financieros. Nos muestra a todos, clara y brutalmente, que el mercado debe tener reglas, reglas que no se pueden desconocer sin correr grandes riesgos. El Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales reconocen hoy este imperativo. Se trata de imponer reglas prudentes y de transparencia, de luchar contra la delincuencia financiera, incluso de reflexionar sobre los medios para animar los buenos flujos financieros, los que realmente sirven a la actividad económica, y de desanimar al reto. En este sentido, hay que ampliar las competencias del FMI en los movimientos de capitales, incrementar rápidamente sus recursos y profundizar en su legitimidad, por ejemplo reforzando el papel del Comité interino, que constituiría en cierta forma su ``gobierno político''. Hay que tratar el problema planteado por los centros financieros offshore, que constituyen un obstáculo para la transparencia de las actividades financieras y el control prudente, al mismo tiempo que una facilidad para la criminalidad. Se trataron otros muchos puntos en la Cumbre de Birmingham, el pasado mes de mayo, para ``reforzar la arquitectura financiera mundial''. Hay muchas otras cuestiones a las que habrá que hacer frente a partir de ahora.

En segundo lugar, hay que reconstruir un sistema monetario internacional. No se trata de volver al orden antiguo, hoy desaparecido, al nacido de los Acuerdos de Bretton Woods en 1945, aunque no sería inútil recuperar su espíritu. La globalización financiera no es compatible con el regreso a los métodos de trabajo, en ese caso al sistema de cambios fijos generalizados. La flexibilidad es indispensable para el funcionamiento de la economía de hoy, pero la flexibilidad no es la inestabilidad. El camino a seguir es, por lo tanto, el de la constitución de amplios conjuntos económicos regionales, llegando hasta las uniones monetarias, articulados entre ellos por un régimen de intercambios flexibles, pero controlados. Sin duda es esta combinación la que habrá que hacer funcionar a escala internacional para incrementar la coordinación entre las grandes zonas. También habrá que asociar a los países en vías de desarrollo a la ``gestión'' de los mercados financieros mundiales.

Aunque la crisis actual nos hace tomar conciencia de los errores del pasado, nos debe permitir progresar hacia una mayor cooperación y coordinación, es decir mayor armonía y menos desórdenes.

Sobre todos estos temas, Europa puede dar un impulso. Tiene legitimidad para ello, gracias a la estabilidad que la caracteriza desde el inicio de estas crisis. Europa ha sabido unirse y realiza el euro. Al permitir a los países que participan en él atravesar esta crisis sin dificultades monetarias, la futura zona euro ha superado con éxito su bautismo de fuego. La coordinación económica europea, iniciada gracias al Consejo del Euro, sale reforzada de la prueba. Europa es así su base política, gracias a una configuración en la que las fuerzas de izquierdas, naturalmente sensibles ante esta gestión, son mayoritarias. Debe tener la voluntad para ello.

los aduladores del liberalismo, de la globalización sin fronteras, del reinado sin freno de los mercados, negar lo que puede provocar un capitalismo incontrolado.

El capitalismo, la misma palabra da testimonio de ello, dio sus primeros pasos en las finanzas, también los falsos, en el siglo XIV. Aunque desde entonces se ha desarrollado tomando formas industriales, nunca ha renunciado a este signo original. Su última mutación, la de la globalización, es acorde con esta constante. Aunque las fuerzas del capitalismo, hasta entonces fragmentadas, se han confundido y han ganado fuerza con la desaparición de la URSS y la creciente integración de los mercados emergentes, conservan su talón de Aquiles: esta tendencia a la acumulación del dinero por el dinero, mucho más allá de los bienes productivos para los que sirve, que explica tantas imprudencias y de pronto alimenta los miedos, incluso los pánicos. México en 1982, después, en 1994; el sureste asiático y Japón desde 1997, Rusia hoy: la recurrencia de las crisis financieras recientes no ha hecho sino destacar este trazo constitutivo del capitalismo. Estas crisis conllevan, en mi opinión, tres lecciones: el capitalismo sigue siendo inestable, la economía es política y la mundialización exige la regulación.

El capitalismo sigue siendo inestable

Este siglo nos lo demuestra: si el comunismo fue destruido por el totalitarismo, el capitalismo fue salvado por la democracia. Si el capitalismo perdió, desde 1989, su adversario y rival habitual, tampoco está totalmente fuera de su alcance. El mejor enemigo del capitalismo puede ser el propio capitalismo.

El economista norteamericano Lester Thurow escribe que la economía se asemeja a la geología: el capitalismo ha recorrido líneas de fractura, que son fallas, que producirán sacudidas en el futuro. No se sabe ni dónde, ni cuándo ni cómo se producirá el temblor de tierra; pero tenemos la certeza de que ocurrirá. Lo extraño es, pues, que estas crisis, cuando se producen, parecen sorprender a la mayoría de los observadores. Aunque previsible, el sismo deja estupefactos a los actores del sistema financiero, actores que tienen su parte de responsabilidad en el desencadenamiento de las sacudidas.

Como las que le han precedido, la actual crisis financiera tiene sus resortes específicamente financieros. Los mercados están con demasiada frecuencia animados por una lógica de corto plazo que les lleva a preferir el beneficio de hoy al crecimiento de mañana. El tiempo de la bolsa, demasiado vivo en su movimiento, porque es técnicamente instantáneo, demasiado corto en su visión, no es el de la economía y, menos aún, el de las sociedades. Rápidos para conmoverse, lentos en el razonamiento, los mercados financieros tienen poca memoria. Una vez que ha pasado la crisis, y a pesar de la claridad de las lecciones, los operadores recobran su miopía, olvidando todo y sin haber aprendido nada. Quizás porque tendrían que ir más allá de un análisis puramente financiero.

El capitalismo no sólo sufre de hipermetropía de su finanza: alimenta una debilidad constitutiva. Al mismo tiempo que crea riqueza, la concentra en exceso; aunque garantiza el desarrollo continuo de la producción a través del progreso técnico, tiende a excluir del mundo del trabajo a un número cada vez mayor de hombres y mujeres. Lleva en sí mismo esta fuente de desequilibrio. Y a este desequilibrio interno hay un solo contrapeso que puede responder: el político.

La economía es política

En las crisis de hoy, el activismo financiero no es lo único en tela de juicio. Las desregulaciones de la economía y el languidecimiento de la economía también ocupan su lugar.

La crisis financiera del sureste asiático sanciona el fracaso de un modelo de desarrollo. El crecimiento de esta parte del mundo era real y se recuperará. Pero sólo el establecimiento de verdaderos regímenes democráticos, la afirmación de un modo de desarrollo social más igualitario, el respeto a las reglas prudentes y las normas bancarias podrán garantizar su perennidad.

La crisis japonesa es una crisis de decisión política. En Japón, el poder público ha dejado que se acumulen miles de millones de créditos dudosos en el sistema bancario. Hay que tener la fuerza y la voluntad de cortar de raíz, para separar y después eliminar, lo que es sospechoso y liberar lo que está sano.

La crisis en Rusia, aún más compleja, es una crisis de transición. Al desmoronamiento de un sistema estatal, centralizado, autoritario y esclerotizado, sucedió un liberalismo salvaje y descontrolado. Incluso se podría llegar a decir que no ha habido transición en Rusia. Como si, por una especie de revancha lejana de la revolución de 1917, algunos hubieran querido una revolución a la inversa, una revolución liberal y, por segunda vez, dejando de lado el gradualismo, forzar y precipitar la evolución histórica. Con enormes efectos desestabilizadores.

La actual crisis ilumina claramente los resultados de esta liberalización a marchas forzadas. Al querer ``menos Estado'', se ha dejado que se desarrolle una jungla cada vez más farragosa. Allá donde se quería ``más libertad'' se ha dejado que se instale la ley del más fuerte.

La fortuna de algunos se ha lanzado contra la suerte agravada de los demás. Estos profundos desequilibrios repercuten en la esfera financiera.

Se creyó que bastaría con suprimir las limitaciones de la economía planificada para que naciera una economía de mercado. Cuando debería haberse hecho todo a favor de una transición progresiva, se quiso imponer a una sociedad, de manera demasiado brutal, y los países occidentales tuvieron en ello su parte de responsabilidad, un modelo que les era profundamente ajeno. Con este resultado paradójico de haber despertado la nostalgia del pasado, un pasado que, sin embargo, no volverá. Al negar la historia, la hemos hecho vacilar. Lo que Rusia necesita no es un regreso al pasado sino un futuro.

Lo urgente en Rusia es restaurar las funciones normales del Estado: recaudar impuestos, garantizar la seguridad, hacer que se respete la ley. No puede haber mercado sin Estado. La economía de mercado necesita reglas, instituciones sólidas, estabilidad, una organización.

Todas estas crisis disipan una ilusión: la de la autonomía de la esfera económica, liberada del sistema económico, de la organización social, de la historia misma de las naciones. La crisis financiera no condena la economía de mercado, que sigue siendo un instrumento indispensable de reparto de recursos. Proscribe la mercantilización total de una sociedad, lo que yo he llamado ``sociedad de mercado''. Muestra que no hay economía sana sin Estado sólido, sin norma de derecho aplicada para todos, sin cohesión y sin protección sociales, sin respeto a los pueblos y sin conciencia de la historia.

Veo en ello la necesidad de afirmar una política nacional. En Francia esto es lo que hacemos. No para negar la mundialización ni olvidar las restricciones de la competencia, sino para incorporarlas a nuestros objetivos, para seguir siendo un país actor de su propia historia. Las naciones, representativas de los pueblos, marcos de democracia, deben seguir siendo sujetos de la realidad mundial.

De ahí la importancia del diálogo entre las naciones. Respeto el principio de no injerencia, practico los usos diplomáticos. Pero la no injerencia no es la indiferencia. Y la diplomacia no excluye el intercambio sincero de puntos de vista ni la franqueza. ¿De qué sirve multiplicar cumbres y encuentros bilaterales si no se practica en ellos más que la aprobación, el abrazo o el silencio prudente? La suerte de la economía mundial, el futuro de la comunidad internacional, son nuestro bien común. Si una determinada práctica puede serle perjudicial, es deber de cada uno, en el respeto a personas y pueblos, decirlo. Es nuestra responsabilidad colectiva. Es así como instauraremos la regulación que el mundo necesita.

La mundialización exige regulación

La globalización de la actividad económica exige, para recoger sus frutos y para controlar sus excesos, una globalización equivalente de las políticas. No podría haber economía mundial sin regulación mundial. A problemas globales respuestas globales: éste es el realismo al que nos invita el siglo XXI.

El primer reto de la regulación futura es revisar el funcionamiento de los mercados de capitales. La actual crisis da testimonio de inestabilidad, engendrada por un desarrollo no controlado de los mercados financieros. Nos muestra a todos, clara y brutalmente, que el mercado debe tener reglas, reglas que no se pueden desconocer sin correr grandes riesgos. El Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales reconocen hoy este imperativo. Se trata de imponer reglas prudentes y de transparencia, de luchar contra la delincuencia financiera, incluso de reflexionar sobre los medios para animar los buenos flujos financieros, los que realmente sirven a la actividad económica, y de desanimar al resto. En este sentido, hay que ampliar las competencias del FMI en los movimientos de capitales, incrementar rápidamente sus recursos y profundizar en su legitimidad, por ejemplo, reforzando el papel del comité interino, que constituiría en cierta forma su ``gobierno político''. Hay que tratar el problema planteado por los centros financieros offshore, que constituyen un obstáculo para la transparencia de las actividades financieras y el control prudente, al mismo tiempo que una facilidad para la criminalidad. Se trataron otros muchos puntos en la Cumbre de Birmingham, el pasado mes de mayo, para ``reforzar la arquitectura financiera mundial''. Hay muchas otras cuestiones a las que habrá que hacer frente a partir de ahora.

En segundo lugar, hay que reconstruir un sistema monetario internacional. No se trata de volver al orden antiguo, hoy desaparecido, al nacido de los Acuerdos de Bretton Woods en 1945, aunque no sería inútil recuperar su espíritu. La globalización financiera no es compatible con el regreso a los métodos de trabajo, en ese caso al sistema de cambios fijos generalizados. La flexibilidad es indispensable para el funcionamiento de la economía de hoy, pero la flexibilidad no es la inestabilidad. El camino a seguir es, por lo tanto, el de la constitución de amplios conjuntos económicos regionales, llegando hasta las uniones monetarias, articulados entre ellos por un régimen de intercambios flexibles, pero controlados. Sin duda es esta combinación la que habrá que hacer funcionar a escala internacional para incrementar la coordinación entre las grandes zonas. También habrá que asociar a los países en vías de desarrollo a la ``gestión'' de los mercados financieros mundiales.

Aunque la crisis actual nos hace tomar conciencia de los errores del pasado, nos debe permitir progresar hacia una mayor cooperación y coordinación, es decir, mayor armonía y menos desórdenes. Sobre todos estos temas, Europa puede dar un impulso. Tiene legitimidad para ello, gracias a la estabilidad que la caracteriza desde el inicio de estas crisis. Europa ha sabido unirse y realizar el euro. Al permitir a los países que participan en él atravesar esta crisis sin dificultades monetarias, la futura zona euro ha superado con éxito su bautismo de fuego. La coordinación económica europea, iniciada gracias al Consejo del Euro, sale reforzada de la prueba. Europa es así su base política, gracias a una configuración en la que las fuerzas de izquierdas, naturalmente sensibles ante esta gestión, son mayoritarias. Debe tener la voluntad para ello.

* Primer ministro de Francia.