Benítez: sabía Juárez que la desigualdad reñía con la democracia
A partir del próximo martes 22 de septiembre circulará el nuevo libro de Fernando Benítez: Un indio zapoteco llamado Benito Juárez, publicado por Taurus, del cual ofrecemos, como primicia, algunos fragmentos.
Prefacio
Nuestra historia en el siglo XIX es trágica y gloriosa por Benito Juárez, un indio zapoteco que nació en Guelatao, una aldea que no tenía iglesia ni escuela; un hombre que, no obstante haber nacido en las postrimerías del Virreinato y sufrido en carne propia el infamante sistema de castas, concluyó estudios de jurisprudencia y llegó a ser presidente de México.
Benito Juárez fue el creador de un nuevo país regido por leyes. Máximo líder de una generación de jóvenes liberales empeñados en sanar las heridas nacionales, contribuyó a liquidar las supervivencias de la Colonia, a arrebatarles el poder a los militares, el clero y los hacendados. Bustamante, Santa Anna, Miramón, representaron los papeles que un siglo después encarnarían los dictadores africanos. Vivían en el palacio de los virreyes, andaban en carruajes rodeados de guardias lujosamente ataviados, daban recepciones, publicaban proclamas altisonantes.
Parece un hecho extraño, casi milagroso, que Benito Juárez, un indio zapoteco, hubiera llegado a ser, más que el presidente de la República, el centro y el motor de la liberación. En la medida en que Benito Juárez, un hombre de leyes, se identificaba con su profesión, con las doctrinas y los métodos occidentales del partido liberal, en esa medida perdía los rasgos de su cultura original. Su eterno frac, su cuello y su sombrero altos, de los cuales no se separó ni en el desierto, correspondían a su nueva mentalidad, a sus nuevas costumbres. El mundo de su infancia era un mundo fatalista, conservador, vuelto hacia el pasado, impregnado de magia, encerrado en sí mismo y por ello enemigo de innovaciones; el mundo del hombre público, del estadista, era revolucionario, vuelto hacia el porvenir, abierto, esencialmente lógico y racional.
Su cara, como la de una urna zapoteca del periodo clásico, debe haberle ayudado mucho. Los miembros de su gabinete, los liberales, eran sentimentales, exaltados, amantes de discursos, románticos. El permanecía impasible en medio de ellos. Despreciaba lo mismo la llorona sensiblería de Guillermo Prieto --a esa sensiblería le debió la vida-- que las traiciones o la aparente adhesión de sus generales o gobernadores. No parecía importarle que lo amaran o lo detestaran. Luchó casi solo contra la Iglesia, el partido conservador, la intervención francesa, el imperio de Maximiliano, y terminó derrotándolos. A ellos y a los suyos. Los que se oponían a la ley, a la República, a su idea de la Patria, eran condenados sin misericordia. En esto recordaba las historias de los códices mixtecos: vio el cadáver de Maximiliano con la misma frialdad con que contemplaba un príncipe victorioso el bulto mortuorio de su enemigo derrotado, el Príncipe 8 Venado Garra de Tigre.
No volvió nunca la cara atrás, a su infancia miserable. En los apuntes de su vida que le dejó a sus hijos pudo haber compuesto una hermosa página sentimental --el niño sorprendido en el lago por la tempestad tocando su flauta de carrizo, etcétera--, pero les concedió ese trabajo a su biógrafos, los blancos. Sustrajo el prólogo del neolítico, como los caciques de Oaxaca, a mediados del XVI, al establecer su genealogía sustraían el prólogo en el cielo con que se iniciaban los linajes indios, temerosos de que el Santo Oficio malinterpretara su origen divino. Juárez optó por cortar el cordón umbilical que lo ataba a la edad de la piedra pulimentada y prefirió dejarnos el retrato del hombre que había aspirado ser toda su vida: el retrato del forjador de la República, del estadista moderno, del revolucionario occidental.
Juárez y la cultura
La gran figura cultural de esos años fue Ignacio Manuel Altamirano, indígena como Juárez, que hasta los quince años sólo habló náhuatl. Combatiente en las dos guerras, Altamirano consideró que el juarismo era tan fuerte que podía permitirse el lujo de llamar a la reconciliación nacional. El primer terreno de encuentro entre vencedores y vencidos fue El Renacimiento. En la revista que Altamirano publicó en 1869 alternaron descripciones del paisaje mexicano y versiones de la literatura europea y norteamericana.
Pero, ¿cómo civilizar a un pueblo que en una gran mayoría no poseía ninguna cultura o no hablaba siquiera español, sino otomí, maya, zapoteco, náhuatl y muchas otras lenguas más, mientras que la pequeña porción de la población supuestamente educada vivía añorando la época colonial?
Se escribía, se pintaba, se hacía cultura, en fin, para unos cuantos. Por lo pronto las asociaciones se multiplicaron. Veintiún literarias, 29 científicas y tres mixtas. De ellas perduran hasta hoy la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y la Academia Mexicana de la Lengua.
El último gobierno de Juárez
Juárez amaba el poder, ya que sólo con él pudo derrotar a los conservadores, a la Iglesia y a los invasores franceses, y por lo demás, como bien lo sabía don Benito, la desigualdad de la población impedía tener una verdadera democracia. Esta vez Juárez habría de enfrentarse a los mismos viejos obstáculos, pero agravados por una victoria electoral impugnada, una revuelta de gran proporción dirigida por un caudillo tan popular como Porfirio Díaz y la pérdida de adeptos a Juárez que consideraron la reelección como un error.
Con la derrota virtual del Plan de la Noria, en abril de 1872, Juárez se enfrentó con la oposición habitual en la Cámara a prácticamente la totalidad de sus iniciativas, con excepción de una ley contra secuestros y bandolerismo, y otra que permitiría al presidente suspender las garantías individuales.
Una vez más, la recomposición de su gabinete fue motivo de acres censuras. Los nuevos ministros no eran populares y la permanencia de Mejía en el gabinete provocó molestias entre los liberales por asociársele a inumerables actos represivos. Juárez empezaba a cansarse de tantos problemas y, sin duda, se sentía enfermo. A principios de 1872 había sufrido dos ataques cardiacos menores, mientras que en el Congreso los golpes no cesaban.
Después de la muerte de su mujer, Juárez ya era viejo y estaba enfermo. Cubierto de injurias, reliquia de un pasado glorioso, se le acusaba de ser un dictador aferrado al poder. Es verdad que Juárez, en su último periodo, se reeligió contra la ley, lo que determinó la repulsa de liberales de la talla de El Nigromante y de Altamirano, pero debemos preguntarnos si había un candidato mejor que él, cuya vida austera estuvo consagrada al servicio de la nación. Aun conviniendo en que Juárez manifestó limitaciones como presidente, era injusto que se ofendiera a un hombre que se había ganado el cariño del pueblo, que había peleado por los nobles ideales de la Reforma y alcanzado importantes logros. Se llegó al extremo de clamar abiertamente en un periódico el asesinato de Juárez. ``Julio César fue más grande que Bruto, pero todo el mundo bendijo a Bruto por matarlo.'' Y en otro se decía: ``Dada la necesidad de sacar a Juárez de la presidencia, debemos recurrir a ese método sin demora''.
Se olvidaron que por él tenían una patria libre y soberana, se olvidaron sus sacrificios, su ejemplo de honradez y era sólo un viejo achacoso, un déspota, un dictador. Sin embargo, pese al brillante ministro Lerdo y el glorioso general Porfirio Díaz, el Congreso votó por él y lo llevó a la presidencia.
Epílogo
Ha transcurrido más de un siglo desde la muerte de Juárez y el final de su gobierno. La conmemoración de su natalicio es un día de fiesta: los niños no asisten a la escuela. Poco reflexionamos sobre la trascendencia de su obra.
Juárez trató de liquidar la amarga herencia de la Colonia al transformar a México en un país regido por leyes. Al igual que lo haría Lázaro Cárdenas en el siglo XX, Juárez trató de favorecer a los mexicanos más pobres. No obstante, el afrentoso problema de la desigualdad persiste hasta nuestros días y lo agrava la explosión demográfica que nace de la propia miseria y de la ignorancia.
Juárez venció a los conservadores y a los intervencionistas extranjeros; luego, Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra el ejército francés de Luis Bonaparte, gobernó durante tres décadas. El país había sufrido 65 años de constante guerra civil, invasiones, deudas, despojos territoriales. Los mexicanos ansiaban sobre todo la paz. Díaz la logró, pero a cambio de aplazar para un mañana que no amanece nunca la justicia y la democracia.
``Llegamos tarde al banquete de la civilización'', escribió Alfonso Reyes. Nuestra única posibilidad de empezar a resolver en serio los gravísimos problemas que nos agobian a las puertas del siglo XXI consiste en una educación adecuada. No olvidemos el ejemplo de Juárez, que gracias al estudio y a su talento personal se transformó en la principal figura mexicana del siglo XIX.