José Steinsleger
Agonía del Superhombre

A fines del siglo XIX los antropólogos alemanes Klaastsch y Hartl aseguraron que las razas humanas descienden de distintos tipos de simios. Siguiendo de un modo muy personal la teoría darwiniana de la evolución de las especies intentaron demostrar que los blancos descienden del inteligente y creativo chimpancé; los amarillos del lento y torpe orangután; y los negros del inútil e inofensivo gorila. Sobra decir cuál de estos tipos expresaba mejor la raza alemana. Simultáneamente, el filósofo Federico Nietzsche anunciaba que el siglo XX sería el de la ``muerte de Dios'' y el advenimiento del hombre a sí mismo superado por la fuerza de la voluntad: el ``Superhombre''.

Curiosamente, la primera versión del superhombre fue Tarzán, rey de los monos. La novela de Edgar Rice Burroughs se publicó en el año en que empezó la primera guerra mundial y la supremacía fue incapaz de evitar la carnicería orientada a disputar los territorios del mundo colonial (1914).

No satisfecho con el desangre, Europa dibujó una sonrisa irónica cuando años más tarde apareció la segunda versión del superhombre. En los cafetines de Viena y Praga, frecuentados por intelectuales y científicos que darían un golpe de timón a todas las ciencias de la humanidad, un hombrecito de origen austriaco que había prestado servicios de cabo en el Ejército alemán ensayaba sus primeras arengas antisemitas, convencido de la existencia de una raza superior.

Nadie prestó atención al hombrecito. Sus argumentos no eran ``razonables''. Nadie, excepto un anónimo burócrata de una Compañía de Seguros de Praga, que en sus novelas imaginaba a la Razón y el Progreso cautivos de las formas más despiadadas de la opresión individual y colectiva. El burócrata se llamaba Franz Kafka, fallecido el mismo año en que Adolf Hitler, el cabo retirado, publicó Mi lucha (1923).

La tercera versión del superhombre surgió en la década de los treinta. Pero ni los triunfos de Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín (1936) ante los desorbitados ojos de Hitler, consiguieron levantar el ánimo de los norteamericanos, hundidos por el crack financiero de 1929. ¿Un superhombre negro? El dibujante Jerry Siegel encuentra la solución y con Superman dota a Clark Kent de ``superpoderes''. El hombre mediocre de Estados Unidos recupera la esperanza.

Liberado de los tormentos morales del Dr. Jekyll, el personaje de Stevenson que se tomaba la pastilla y se transformaba en el diabólico Mr. Hyde, el perfil psicológico de Clark Kent parecía menos culposo. En la vida real era tonto. En la ficción, bueno. El mundo empezaba a ser otro muy distinto y Antoine de Saint Exupéry escribía en Tierra de Hombres: ``...todo cambia rápidamente a nuestro alrededor: las relaciones humanas, las condiciones de trabajo, las costumbres. Nuestra misma psicología ha sido sacudida hasta sus más íntimos rincones...'' (1939).

La cuarta versión del ``superhombre'' irrumpió en el imaginario de millones de niños y jóvenes cuando Sylvester Stallone estrenó sus primeras películas haciendo el papel de Rambo, que coincidió con la llegada de otro actor a la Casa Blanca: Ronald Reagan, admirador confeso de Rambo. Jacqueline, la mamá, declaró a los medios: ``Sylvester quiere para mí el estilo de vida de una estrella de cine. Pero yo tengo otros planes; he revisado la carta astral de él y creo que algún día voy a ser una mujer muy importante en este país. Voy a ser la madre del presidente de los Estados Unidos, ese es el futuro que me aguarda''.

Desde entonces, la humanidad vive la pesadilla de la realidad virtual. Mientras se lucha por resolver un problema se crea otro nuevo. Los unos se excitan por el ``progreso''; los otros se preguntan hasta dónde se puede llegar. ¿Dónde están las verdades? ¿Dónde las mentiras? Las generaciones precedentes intentaban construir o imaginar ``superhombres''. La actual se pregunta cómo va a sobrevivir. Y cuando las personas ya no pueden determinar qué es y qué no es verdad lo primero que generan es incredulidad.

El siglo XXI será el de la ``superhumanidad'' pues sin ella no hay destino. El camino inverso sería creer nuevamente en la única verdad: una verdad insolidaria, muy parecida a la actual y en la que por medios financieros o militares todo está permitido. Hasta matar por ella.