Arturo Cruz Bárcenas Ť Como en los sueños, en la magia la percepción de la realidad cambia. Contra la lógica, en oposición a que el conejo aparece y desaparece... pero al final vuelve a aparecer, David Copperfield mostró en el Auditorio Nacional algo de su arte, llevado a los límites de la tecnología, del precio de los actos y de la imaginación.

Yo lo vi, no me lo pueden contar, ¡lo juro!, David voló cual querubín de su escenografía. Hizo piruetas, rehiletes, como que descansaba sobre una nube, se paró de cabeza, reposó, se relajó con un suave movimiento de cabeza, retó a la gravedad terrestre; todos los asistentes ese miércoles abrimos lo más que pudimos los ojos para hallar los hilos que permitían el grácil vuelo del oriundo de Nueva Jersey. Pero nada, y el colmo fue cuando cargó a una no ligera dama y de nuevo en los aires, a unos tres o cuatros metros del suelo, saludaba y su ronrisa denotaba que no le pesaban esos 60 kilos de belleza distribuida armoniosamente.

Son performances, actos únicos e irrepetibles, pues es difícil que el factor humano no se haga presente. Por más perfectos y sincrónicos que el propio David quiera.

Entre los sentidos y la realidad --los filósofos estudian esta relación desde los tempranos tiempos de la humanidad-- median muchas cosas, subjetivas y objetivas; ¿cómo explicar con las leyes de la física newtoniana el que David pase de un punto del escenario a uno del público en fracciones de segundo? Algo así como a la velocidad de la luz. La percepción de nuestra vista es grande, pero no podemos apreciar cosas que viajan a la velocidad de la luz. Para transportar la materia a esa velocidad se necesitaría algo así como el teletransportador que aparece en la película La mosca. Pero en el escenario la ilusión es la reina, y David nos hará ver, sentir y sufrir cuando una sierra enorme lo divide en dos, en un aparente fracaso al tratar de escapar del filo de esa cuchilla que facilitaría el trabajo de un carnicero de cualquiera de nuestros mercados.

Sorprendente es que más de 5 mil personas sigan una especie de juego de baraja y en el que casi todos --porque hubo excepciones, como yo-- sacaron al final la carta de la luna. A los fallidos les recomendó practicar un poco en casa.

El lenguaje visual puede ser poético, a través de la mezcla de música, luces, mujeres de tersa piel, y bellas, como las quiere el doctor. Están aquí y luego allá. Así de fácil. La magia es mágica. Sustantivos adjetivados, y viceversa.

Hacer cantar tropicalísimamente a corbatas que danzan cual serpientes tipo muppets, bolitas de papel que se mueven con el tirano poder de un dedo índice, pero en el aire, con brinquitos de chapulín en comal. Darle al papel forma de rosa, quemarla y crear una rosa natural, roja, para engalanar a una dama de no malas cachas.

El espectáculo interactivo crece, pero es diferente según la zona del auditorio. Hasta allá arriba, en los de a 150 pesos, los niños tratan de apreciar los actos mágicos con pseudo binoculares, pero verán finalmente ese show de enorme calidad; en medio, los de 390 y 340 pesos alcanzarán a entrar a la rifa para ser desaparecidos por el magazo. Lanza David unas pelototas, la gente juega con ellas golpeándolas con fuerza, pero la música de fondo se interrumpe y quienes se quedaron en ese momento con la esférica serán en breve desaparecidos. En una jaula de metal, sobre 13 sillas, el acto cumbre se acerca. Ipso facto David los desaparece. Silencio. Se prenden las luces del auditorio. Minutos de espera. Aparece Copperfield con una chamarra sobre su espalda y pregunta ``¿cómo, todavía están aquí? The show is over'' Risitas nerviosas. Los de las primeras filas, las del área preferente, comentan que está bueno el espectáculo. Algunos ya vieron a David en México o en el extranjero. Van a ver si aún puede sorprenderlos, exigentes que son, de mundo, siempre acompañados de mujeres y hombres bonitos, que planean a dónde ir después del show de David. La gente entiende que debe irse; las puertas se abren y poco a poco el público comienza a retirarse, desconcertado. Los familiares de los desaparecidos reciben la instrucción de que deben esperar. Nos vamos. David ha cumplido la oferta de mantener la incertidumbre hasta el final.

Rompe nuestros esquemas de que la materia no se pierde ni se destruye, como lo investigó con éxito Lavoisier; no hay transformación, sino desaparición, la nada, el no ser que tanto apasionó a Descartes, a Sartre, a los existencialistas, a Marcel. Detrás de la materia, sólo materia. Detrás de la desaparición en el Auditorio Nacional, sólo el maestro David Copperfield