León Bendesky
Sin remedio

El peso se ha devaluado más de 30 por ciento en lo que va del año, las tasas de interés de corto plazo están en niveles de 40 por ciento y más, y la inflación crece más rápido de lo esperado y puede llegar al 18 por ciento a fin de año. La situación es tal que se tienen que revisar constantemente los valores de estas variables financieras que son clave, y por ello aumenta la incertidumbre y crecen los riesgos para la economía. Al mismo tiempo, se comprueba la ineficacia cada vez mayor de los instrumentos convencionales de la política monetaria y fiscal que se aplica para contrarrestar los efectos de este nuevo periodo de inestabilidad que apunta en la dirección de un nuevo episodio de crisis para la economía mexicana.

Mientras el Banco de México y Hacienda apuestan a mayores réditos para frenar la demanda de dólares, no lo consiguen, aunque ya tienen que intervenir en el mercado cambiario de manera directa. Por otra parte, tratan de ordenar el mercado de dinero de modo también infructuoso reduciendo las colocaciones de Cetes a sólo uno y tres meses, ampliando la medida del corto aplicado a los bancos (un corto que se está volviendo largo) y secando la economía. La reforma económica que debía ampliar el ámbito de acción de los mercados está convirtiendo a ésta en una economía de mercado sin dinero y crédito.

Por el lado fiscal las restricciones siguen siendo enormes. El petróleo no se recupera, todas las expectativas al respecto que tenían la Secretaría de Energía y Pemex han sido rebasadas rápida y consistentemente, mientras no hay todavía propuestas claras de cómo reordenar los ingresos del gobierno mediante una política fiscal moderna y eficiente económicamente. Y ya estamos a sólo un par de meses cuando mucho para que se tenga que presentar el Presupuesto Federal para 1999.

La interpretación oficial de este proceso --que se puede llamar como una ``minicrisis'' macroeconómica-- es que no tiene remedio. Los factores externos son responsables del descarrilamiento, coinciden todos; los mercados no se pueden controlar, dicen unos; los indicadores fundamentales de la economía siguen siendo saludables, dicen otros. El tipo de cambio flexible, se congratulan, ha permitido sortear el vendaval con menores costos y hasta tenemos las reservas para hacer los pagos de intereses y amortizaciones por la deuda externa que están pendientes este año. La inestabilidad es temporal, dicen, pero todos sabemos que los efectos tienen una permanencia en el bienestar de las personas y la viabilidad de las empresas.

Para la gran mayoría de los mexicanos, vivir en una situación en la que los márgenes de acción de la política económica son prácticamente nulos y las condiciones prevalecientes no tienen remedio, tiene un sentido muy claro. Su nivel de ingreso no sólo no se recupera sino se sigue reduciendo; las empresas están maniatadas y muchas de ellas no podrán sobrevivir, las plazas de trabajo no se van a crear, los precios suben y los que tienen deudas no pueden pagar. El discurso oficial no está hecho para ellos.

Lo que sigue ausente en la interpretación convencional de lo que ocurre en la economía es sobreponer los efectos externos (petróleo e inestabilidad financiera) a las condiciones internas. Las repercusiones crecientemente adversas que se observan, surgen por las propias debilidades internas, en la producción, las finanzas, las cuentas externas y la fragilidad institucional del sistema financiero. Lo externo y el modo en que se manifiesta internamente es el asunto que está en discusión y es lo que ya hace inviable la previsión del programa económico de este sexenio. Las metas de crecimiento, inflación, déficit fiscal, déficit externo, tipo de cambio e intereses ya están todas rebasadas. El horizonte económico se ha vuelto a achatar de modo significativo, tal y como ha ocurrido en los últimos veinte años. Otra vez rebasamos, e incluso más rápidamente, el nuevo periodo de euforia que surgía del renovado pero tullido crecimiento después de la crisis de 1995.