Parece que el asunto de estas lí- neas es averiguar cómo hacer interesante a otros una experiencia personal. Pero, ¿no es éste el asunto de todo intento de comunicación? En cualquier caso, quiero exponer el desarrollo de mi relación más reciente con el I Ching, o Libro de los cambios. No recuerdo quién me orientó a la edición de Richard Wilhelm con prólogo de Carl G. Jung, traducidos al inglés por Cary F. Baynes; pero sí que fue hace treinta años, y esta cifra no es insignificante.
A lo largo de este tiempo consulté el Oráculo chino en diferentes ocasiones, de modo invariable mediante el uso de monedas, muy al principio, de las chinas antiguas, con un hoyo cuadrado en el centro. He invertido horas procurando comprender qué me dice el Oráculo cuando me acerco a él. Pero, por más que me deslumbre, nunca he sentido que entienda profundamente lo que me ha dicho.
En estos treinta años he querido re- leer el prólogo de Jung, que sólo leí cuando tuve el I Ching en mis manos por primera vez, pero cuyo contenido, a pesar de que entonces me pareció lúcido e instructivo, gradualmente había ido olvidando.
De hecho, la relación más reciente con el I Ching, de la que quiero hablar aquí, partió de un impulso que tuve hace días de releer, precisamente, el prólogo de Jung, treinta años después de haberlo leído por primera y única otra ocasión. Antes de preguntarme por qué o para qué quería releerlo específicamente en estos días, el problema empezó cuando intentaba leerlo y no lo conseguía. Algo me estorbaba para poder concentrarme; o algo me faltaba. La cosa es que pasaban los días sin que lograra leerlo y, lo más inquietante, sin que tampoco desapareciera mi deseo de hacerlo.
En estas circunstancias, una noche soñé que me encontraba sola en una cabaña, inclinada ante unos papeles sobre una mesa. De pronto, se me acercaba un hombre que me indicaba que viera por la ventana. Lo obedecía. Arriba, a mi izquierda, a través de una ventana cuadrada, pequeña, abierta, veía unos cuantos picos nevados. Al volver a los papeles delante de mí, hacía la reflexión de que eran Los Alpes, desde algún lugar de Zurich. A la mañana siguiente, como por arte de magia, leí de un tirón el prólogo de Jung, para mi sorpresa, firmado en Zurich, en 1949.
Lo sorprendente no era tanto que la víspera me hubiera yo soñado en Zurich, bajo Los Alpes; ni que esto hubiera facilitado o hecho posible mi trabajosa relectura del prólogo de Jung, por más que fueran éstos datos en sí de peso en el mundo del inconsciente, como el hecho de que el prólogo estuviera fechado en Zurich en 1949, pues sub-, in-, o conscientemente, yo nunca había tendido a Zurich como en estos precisos días, cuando un hermano mío, nacido en 1949, se trasladó a vivir a esa ciudad. Que, de mi familia, este hermano, físico teórico, sea el más racional de todos, constituye otro dato en el cuadro que estoy tratando de delinear de mi relación más reciente con el I Ching, sistema de autoconocimiento opuesto radicalmente al de la física y la razón.
Paradójicamente, tras la publicación de mi último libro, el más racional de mis libros, mi hermano El Físico empezó a pedirme que escribiera ficción. Dice Jung: ``Mientras que la mente Occidental escudriña, pesa, selecciona, clasifica y aísla, la imagen china del momento abarca absolutamente todo, incluyendo el detalle más disparatado posible, pues son todos los elementos los que constituyen el momento observado''. ¿Esta es la diferencia entre un método de introspección chino y uno occidental, científico? ¿Y entre un físico y un escritor de ficciones? Jung sostiene: ``El extraño hecho de que una reacción significativa resulte de una técnica en apariencia carente de sentido, es el mayor logro del I Ching'', con lo cual nos estamos acercando a probar suerte.
Eché las monedas. Independientemente de qué pregunta formulé, el hexagrama que obtuve como respuesta, con las dos líneas que me remitieron a su opuesto, definían con toda precisión mi momento. Acababa de terminar un trabajo largo de ficción, cuyo germen se remontaba treinta años atrás, y estaba esperando el resultado de su primera lectura. Que el nombre del primero de mis dos hexagramas fuera Alumbramiento, y el del segundo, Receptividad, resultaron ser datos suficientemente significativos; pero, ahora que Zurich se imponía en mi panorama consciente e inconsciente, ignorar la amonestación de mi hermano El Físico en el sentido de que escribiera ficción habría equivalido a cerrar los ojos ante una evidencia.
¿O de qué otra manera tendrían cohesión todas estas evidencias ¿De qué otra manera una línea recta se transformaría en un cuadrado perfecto? No voy a dejar afuera un dato que leí en relación con Los Alpes. Uno de sus picos más elevados es el Simplón: asimismo, uno de los valles profundos que franquean Los Alpes es el Simplón. En su calidad de adjetivo, simplón es muy simple, ingenuo, incauto, calificativos atribuibles a lo más disparado posible que, no obstante, resulta esencial en la imagen china del momento. Aunque no estoy en mi octava década, como Jung, acojo sus palabras: ``Antes no me habría atrevido a expresarme tan explícitamente sobre un asunto tan incierto'', pero, ahora, sí.''