Guillermo Almeyra
No es tiempo de exorcistas

La burbuja del capital especulativo se está desinflando a gran velocidad. Se destruyen masivamente capitales, puestos de trabajo, conquistas sociales históricas, esperanzas de progreso, seguridades. Los capitales huyen de los países apestados por la crisis o, como en el caso de Japón, aunque abunden y los intereses sean bajísimos, escapan de las inversiones. Las altísimas tasas de interés que ponen algunos países para intentar retenerlos no logran su objetivo, pues ellos se refugian en Estados Unidos o en Europa que, aunque las tasas sean menores, son más seguros.

En cambio esos intereses inhiben las inversiones locales pues nadie puede contratar créditos. La caída brutal de los precios de las materias primas provoca mayor desocupación y mayor contracción de los mercados y, por lo tanto, de la inversión y la innovación productivas. Para mantener la tasa de ganancia (y el monto de los lucros) los capitalistas recurren entonces sobre todo a un alargamiento de los horarios de trabajo, al empeoramiento de las condiciones laborales, a la superexplotación de la mano de obra en el país o en el extranjero. Los salarios reales y las expectativas de vida se reducen. El resultado es una mayor tensión social, una rabia que crece junto a la delincuencia. O sea luchas más intensas y duras junto a un aumento de la violencia estimulada por el paro y la desesperación.

Las deudas de los Estados y de los particulares se tornan impagables y de este modo sectores que buscaban su camino dentro del sistema se encuentran de golpe fuera de la economía y contra aquél y se unen a los marginados, explotados, oprimidos. Los viejos mecanismos de mediación, como las direcciones sindicales o los partidos, no pueden ser ya colchones amortiguadores. Por el contrario, surge un sindicalismo que lucha a la vez por la democracia y por un cambio social, que se politiza, que abarca a sectores de la población a los que nunca organizaron los sindicatos clásicos, fundamentalmente corporativos.

Y el estruendoso fracaso de las declaraciones públicas de los gobiernos sobre el bienestar, el trabajo, etcétera (otra cosa, evidentemente, es la conciencia cínica de que sus políticas concretas buscan objetivos opuestos a dichas promesas), así como la evidencia de la corrupción e impotencia en las altas esferas gubernamentales, ayuda aún más a corroer el consenso de que gozan los gobernantes, el cual se encoge como la piel de zapa. La crisis económica se convierte así también en una crisis política y en una crisis moral y se plantea, objetivamente y antes todos, la necesidad de una alternativa al sistema, no de una alternancia gubernamental ni de reformas que la crisis hace imposible. Leemos que 255 personas tienen igual riqueza total que 2 mil 500 millones de pobres y, por supuesto, mucho mayor poder. ¿Qué democracia es esa? ¿Cuáles son las oportunidades y las regulaciones que ofrece por sí mismo el mercado? ¿Dónde acabaron los argumentos de que había que dar a los ricos porque éstos redistribuyen las riquezas e invierten, crean fuentes de trabajo? ¿Dónde los argumentos sobre las ventajas comparativas, según los cuales no hay que plantar maíz, pues conviene exportar petróleo para comprar granos más baratos cuando el precio del petróleo cae y no hay dinero para importar los alimentos, aunque los precios de los mismos disminuyan, entre otras cosas porque el Estado recauda cada vez menos al caer la producción y porque su moneda se devalúa más que los precios de los productos que se importan?

Se replantea de este modo el control a los movimientos de capitales, su tasación, el control de cambios, llevar a cabo políticas de sostén del mercado interno y de protección a las fuentes de empleo, la preservación del carácter estatal de las palancas de la economía y la restatización de los sectores claves privatizados por un bocado de pan. Esto trae aparejado el problema de la democracia y de la transparencia en las empresas estatales para impedir la corrupción, los robos, la ineficiencia (que por otra parte caracterizan igualmente a las empresas privadas). Se plantea pues la necesidad de combatir el desastre económico que será aún mayor que el de 1929, porque hoy hay una enorme interdependencia económica. Pero eso no se hace con alianzas con los corresponsables de la catástrofe, sino cambiando la relación de fuerzas en la sociedad. Este no es tiempo de malabaristas, alquimistas políticos, magos y exorcistas.

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