La hoguera de los días consume con gran rapidez el tiempo que nos queda para el cambio. El que se acaba es tiempo viejo nada más.
El presente mexicano, de dificultad y crispación, crea una vocación generalizada por el cambio en un sentido democrático.
Por eso, el país necesita escucharse y hacerse escuchar. Los desvaríos del poder, el pantanoso piso económico del paraíso prometido, la delincuencia reinante, la danza de los millones y las devaluaciones, todo tiene un límite.
No obligadamente una fatalidad, aunque lo sea. Se trata de una oportunidad.
¿Qué tanto más pueden durar el robo, el engaño, la represión?
El pueblo de México, que es decir los pueblos de México, no quiere ya pagar por lo que antes le fue robado. No acepta más ser el perseguido de la historia. Al pueblo le toca una reparación.
La democracia es torpe, como todos los aprendizajes. Y más en países bajo rancios autoritarismos urgidos de jubilación.
Ahora es la gente la que quiere hacer las cosas. Peor que los que lo que están haciendo no se puede.
Son momentos de responsabilidad. Ningún esfuerzo auténtico de entendimiento está de más. Los mexicanos se merecen conocer y armonizar sus voluntades antes de que exploten o les disparen.
El ánimo de la transformación no es apocalíptico, ni utópico. Alimenta sencillamente las ganas nacionales de ser una país menos peor, donde lo que se respete sean los derechos de la mayoría y no la impunidad de los ricos y los poderosos. Donde podamos desayunar con la justicia todas las mañanas, y no con la rabia. Donde seamos todos iguales porque somos distintos. Donde podamos mirarnos a los ojos y, decirnos hermanos sin desprecio, ni vergüenza, ni rubor.
Donde abriguemos el orgullo de ser pueblo escuchado y que sabe escuchar. Un país democrático. Nada más.