El horror de la belleza
Duilio Rodríguez

Carlos Monsiváis
Fugas y triunfos de la apariencia

Antes se intuían las respuestas a las condiciones de la apariciencia, pero el fatalismo imperaba, y -con los conocimientos al alcance- se estaba al tanto de la inutilidad de la rebeldía en materia del aspecto personal. ``Este físico me cayó encima, y qué se puede hacer. Dios me otorgó esta fachada, esta flacura, (esta pinche obesidad), (esta languidez), (esta nariz de ave de presa), (esta mandíbula sin carácter), y la acepto como una prueba más de obediencia''. Cuando se era joven se vivía con denuedo el aspecto, si era agradable, o con tristeza, si no atraía ni a las moscas, pero se le sabía efímeo, en cualquiera de los casos empeoraría, el matrimonio y los compromisos de la responsabilidad y la abundante comida pre-dietética se encargarían de rectificar o agravar el rumbo de los dones o las desdichas naturales. Si acaso, luego del matrimonio algunos seguían practicando el deporte, pero sin hacerse ilusiones. Uno así se ve y cambiarmos de tema.

Ya en los años setentas, aparecen los ``Arquitectos de exteriores'' (los encargados de remodelar el aspecto de sus clientes), y se esparce la noticia que es un gran plan de rectificación. Sépanlo todos, la apariciencia es una cárcel, y quien, a cualquier edad y del sexo que sea, no intenta huir de lo que le tocó en suerte, no decide enfrentarse a su destino, no intenta fisionómicamente ser otro o ser otra, sufrirá la peor de las suertes, la tortura inenarrable: convertirse en lo que ya es, asemejarse psíquicamente a su imagen de todos los días.

Hasta hace poco, eran minoría los poseídos por el narcisismo activo, esa gana desesperada de que la realidad destruya el testimonio de los estanques y los espejos. Y no preocupaba, ni noticiosa ni socialmente, la desdicha de los seres comunes y corrientes, aquellos que al entrar a un sitio no suscitan reacciones lascivas o apetitos caníbales. Y de pronto, sobreviene la furia transformista que Duilio Rodríguez localiza en su excelente serie: la ciencia y la magia intervienen, y son millones los convencidos de la posibilidad a la mano, la renuncia al semblante y el cuerpo que Dios ha concedido graciosa o alevosamente, y se produce la fiebre de la cirugía plástica, y de las clínicas de belleza, y de los consejos, y se enmiendan narices y rostros, y el modelo de los anuncios publicitarios desplaza a las fechorías genéticas, y a esto se le añade, y con presteza, la moda intrépida de los gimnasios, rostro agraciado en cuerpo sano, cuerpo atlético que modifica los inconvenientes faciales.

Un sector importante del planeta, al principio extraído de las burguesías y las clases medias altas, luego de todas partes, se precipita en el viaje fisonómico y corporal, renuncia a la bien intencionada pero gravosa herencia de padres y abuelos, y admite o proclama que la apariencia es hija del esfuerzo individual. El proceso es fascinante y Duilio Rodríguez capta escenas significativas y simbólicas; los hartos de las consecuencias de su físico, se proponen contradecir el juicio que han merecido, o algo más específico, se estudian tan científicamente cómo pueden, se salen de sí mismos por así decirlo, y atentan gozosos contra su imagen. ¡Qué curioso! Resultan ser demasiados los tiranizados por lo que en rigor sólo conocen fragmentariamente: el dictamen de la mirada ajena. Los prisioneros de su propia apariencia anhelan la huída, y recurren a cremas y afeites, a regímenes dietéticos (van y vienen), a tintes, el brío de lagartijas y videos de métodos como el de Jane Fonda, a la conversión del gimnasio en templo de la esperanza, a seducir al tirano inmóvil, el espejo, incluso al paso de la muerte de la liposucción.


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