La insurgencia no asomó desde la selva, sino por el lado opuesto, por Tonalá, hoy agobiada por las aguas. Empezó en 1813. Un muchacho escapó del seminario de San Cristóbal para colarse hacia esta frontera del estado con Oaxaca, para recoger noticias y comunicados del sacerdote y capitán insurgente Matamoros; el joven, Joaquín Miguel Gutiérrez, lo pagó con la cárcel pero se desquitó después cuando Tuxtla se adornó con su apellido.
Gracias a estos comunicados, escribe el diputado Dávila, también profesor en el seminario, ``sin que los insurgentes se posesionen de una ciudad, ya mandan en el ánimo de sus habitantes, y éstos apetecen un gobierno que les será más benéfico que el presente; ya aborrecen a éste, viendo que ni atiende a su defensa, ni tampoco ejecuta las leyes en lo que le son favorables''. Uno de ellos fue dirigido al obispo don Ambrosio Llano. Este ya había archivado, en 1811, los ecos de una insurgencia civil en León, Nicaragua, que había arrojado a la calle a 10 por ciento de la población total de la provincia: seis mil ``ciudadanos'' -una palabra emergente de la época-, en la que el obispo, el dominico Fray Nicolás García, había desempeñado el papel de mediador, logrando la destitución del gobernador y la liberación de los presos. Don Ambrosio tomó sus responsabilidades y negoció, pero no desde San Cristóbal, sino desde Tila (ya estratégico para las luchas populares), para quedar en la proximidad de los indígenas, logrando reunir a mil en una de sus misas de campo, cifra considerada entonces como fenomenal al pinto de preocupar al estado. Su testamento (1815) enseña que, pese a las reservas de su diplomacia, terminó siendo un partidario in péctore de la Insurgencia.
Otro comunicado de Matamoros fue dirigido en tzotzil a las bases de Huitiupán (23 de enero de 1813). Los indios estaban ya prendidísimos: ``hasta las piedras son insurgentes'', confiesa el capitán del ejército Dambrini; uno de ellos era gobernador zoque de Ocosocoautla y fue distinguido por otro comunicado de Matamoros; los de Chamula, Zinacantán y San Felipe peinaban las casas, conventos y hospitales de San Cristóbal para quitar a sus patronos a los sirvientes; los demás dejaban de pagar obvenciones o de arrear mercan- cías de finqueros y comerciantes porque eran los correos de los insurgentes, o de plano estaban en el monte.
El gobierno acusaba a los dominicos de tener ``los argumentos del enemigo''; todos eran sospechosos, por Matías de Córdoba (quien tenía la filiación religiosa y las funciones que desempeña hoy el padre Gonzalo Ituarte). Al célebre convento de las monjas de San Cristóbal, le cayó el mismo hostigamiento que sufrirán en 1994 las madres de Altamirano, hasta que la madre abadesa se fajara el hábito para resistir. El cura de Soyatitán, como su sucesor el padre Marcelo, tuvo que abandonar el país. En Guatemala y El Salvador, fue lo mismo, pero, tomando muy en serio la lucha por una nueva Cons- titución, levantaron por doquier ayuntamientos rebeldes con indios, negros, mulatos, ex autoridades civiles, maestros de la Universidad San Carlos y hasta oficiales del ejército. En San Cristóbal, los trabajadores indígenas de la catedral, entonces también en obras de restauración, lograron la primera huelga de la historia chiapaneca.
La ingobernabilidad era total. En el tiempo reducido de nuestras fuentes, siete gobernadores-intendentes improvisaron el desgobierno de Chiapas, hasta el extremo que dos terminaron en la cárcel por manejo turbio de fondos. Junguito, el de 1813, alocado por los acontecimientos y sin poder contar con las milicias chiapanecas por cómplices, a veces, de los insurgentes, recurrió a la parami- litarización, armando a los negros, adiestrados por oficiales del ejército de la Corona. Estos, como hoy los tzeltales de Los Chorros, no tenían ni tierra ni empleo fijo, y encontraron en la guerra lo que la sociedad les quitaba. Pero paramilitares y gobernadores se sentían despistados porque, en este conflicto chiapaneco, nadie reducía el problema a Chiapas: la meta de los rebeldes era ``la América septentrional''.
En la media docena de cajas que son la fuente, los manuscritos van forjando un vocabulario emergente. Estos neologismos (``la maña de cambiar el nombre de las cosas'' se queja un corresponsal) aparecen por vez primera en el archivo; anuncian un nuevo país y una nueva sociedad, señalados por nuevas palabras todavía balbuceantes y de ortografía tentativa o azarosa: insurgencia, nación, ciudadano, Constitución, ``republicanismo'' y democracia.