La desastrosa jornada que se vivió ayer en diversos mercados bursátiles del mundo golpeó una vez más a la economía mexicana y se tradujo, en el ámbito nacional, en una nueva depreciación del peso frente a la divisa estadunidense. Ante tal situación, el Banco de México tuvo que intervenir y tomar dólares de las reservas internacionales para inyectarlos de manera directa en el mercado cambiario, un recurso que no había sido empleado desde los embates de 1995 contra la moneda nacional. Al mismo tiempo, la Bolsa Mexicana de Valores experimentó un retroceso de casi 10 por ciento.
Ante la repetición de estos hechos en los meses y semanas recientes, es inevitable admitir que la llamada ``volatilidad financiera'' coloca a la economía mundial ante severos peligros de desquiciamiento generalizado, y a la gran mayoría de la población del planeta en la perspectiva de asumir nuevos sufrimientos.
En efecto, cada punto que pierden las bolsas, y cada decimal de fluctuación en los mercados cambiarios, implican el cierre de empleos, la cancelación de expectativas y el encarecimiento de los productos básicos para poblaciones enteras que jamás han tenido acceso a los ejercicios de especulación bursátil y cambiaria.
Nada describe mejor a la inequidad propia de la globalización que el hecho de que el nivel y la calidad de vida de miles de millones de personas --sobre todo en países como el nuestro-- dependan del comportamiento errático de los centros financieros mundiales, controlados en lo sustancial por unos pocos centenares de grandes especuladores, ante los cuales los gobiernos y organismos financieros internacionales --teóricos guardianes del orden surgido de la conferencia de Bretton Woods-- se encuentran maniatados y carentes de todo control.
Tanto si la actual inestabilidad se origina en corrientes irracionales y masivas de pánico financiero, como si es producto de acciones concertadas para crear escenarios propicios a los intereses especulativos, el hecho es que las turbulencias bursátiles y financieras representan una de las más graves amenazas para la población mundial, no sólo por los costos sociales y humanos que implican, sino también porque entrañan riesgos inocultables de inestabilidad política y hasta geopolítica.
Resulta significativo y preocupante que, hasta ahora, ningún Estado y u organismo internacional haya incluido el descontrol de los capitales internacionales entre los problemas más agudos de la humanidad en este fin de milenio, en un rango de atención y prioridad análogo --dadas sus consecuencias desastrosas-- al que se ha otorgado al deterioro ecológico, al narcotráfico, a las epidemias o a la proliferación nuclear.
Quebrantos como los que vienen repitiéndose en los mercados financieros, a razón de uno o dos por semana, deben ser tomados por las autoridades de todas las naciones como avisos previos a un posible desastre generalizado, y como acicate para concebir acciones efectivas de control --así sea a contrapelo de los principios sacrosantos del libre mercado y de la ortodoxia neoliberal-- sobre los movimientos especulativos de capital en el mundo. Es necesario que las autoridades nacionales e internacionales comiencen los procesos de concertación y negociación necesarios para introducir niveles mínimos de racionalidad y control en el sistema financiero planetario, antes de que éste, ya sea por pánico generalizado o por interés de unos cuantos, arrastre a la mayoría de la población mundial a una nueva catástrofe.