El tema de los pactos resulta paradójico. Hace diez años, al comienzo de este ciclo de cambios, muchos pensábamos que una transición pactada era la vía mejor, las más directa y, por así decirlo, la más indolora y racional para asegurar la democracia. No ocurrió así: la reforma política se produjo de todos modos montada sobre un verdadero terremoto de cambios en la economía. Tuvimos, alguien ha dicho, una ``transición votada''.
Hoy, tenemos instituciones democráticas y una economía de mercado integrada en el proceso de globalización. El viejo Estado autoritario es una especie en vías de extinción. No hay estatismo en la economía, salimos del aislamiento y nadamos como podemos en la globalización universal. Pero no tenemos certidumbre. Ni siquiera compartimos una misma visión sobre qué pasó durante esos años. Flaquea la economía, la desigualdad aumenta, somos altamente vulnerables e inseguros, en una palabra, tememos por nuestro futuro. Las propuestas de algunos partidos para evitar que la entrada en el túnel de la sucesión presidencial produzca fracturas mayores en medio de la turbulencia financiera, arranca del reconocimiento de esas duras realidades, pero sólo tendrá sentido si es parte de una reflexión de más largo plazo orientada a delinear una estrategia nacional de cara al siglo que viene.
En esta coyuntura, igual que al principio, la mejor ruta para encarar los desafíos planteados a la nación es la vía del diálogo y el acuerdo, cuya práctica en ningún modo se contrapone al ejercicio institucional de la democracia ni tampoco cancela las naturales diferencias entre los partidos. Un acercamiento entre los protagonistas principales --partidos, gobierno y representaciones de la sociedad civil-- pondría nuestros problemas en perspectiva, concentrando las energías que faltan para emprender la definitiva consolidación de la democracia nacional.
La discusión sobre el México del siglo XXI no puede esperar al resultado de las urnas en el próximo 2000. Si hay que remodelar, por así decir, las relaciones entre el Estado y la sociedad y pensar seriamente en la vinculación del país con el mundo globalizado, ya va siendo hora de poner en el tapete los argumentos a favor de nuestra sobrevivencia. De no hacerlo una vez más seremos arrastrados por la corriente.
Dejemos que el Poder Legislativo cumpla sus tareas con eficacia y responsabilidad, pero el debate sobre el futuro nos concierne a todos en forma directa. Hace algunas semanas, el investigador brasileño Roberto Mangabeira, autor de un sugerente ensayo sobre las alternativas al neoliberalismo, propuso en el programa Nexos algunas vertientes para arribar a propuestas dignas de tal nombre. Urge, dijo, ``crear un Estado fuerte, enriquecido, actuante. Ese Estado tiene que contar con una base tributaria fuerte, encima del 30 por ciento del producto interior''; la segunda ``es la idea de una economía política antidualista''; la tercera es una propuesta de profundización de la democracia y democratización de la economía de mercado, ampliando las formas de participación directa. No entro en el detalle de estas propuestas, pero encuentro en ellas algunos de los temas que no deberían quedar excluidos de ningún debate que se proponga, más allá de la cotidianeidad, un acuerdo nacional que tenga viabilidad. México requiere con urgencia definir líneas maestras para el futuro. O lo consigue mediante una inteligente deliberación nacional o se deja a la voluntad del más fuerte. Y eso ya sabemos de qué se trata.