Los vientos contra el neoliberalismo son una realidad, con diversos grados de fuerza, en todo el mundo: de Indonesia a Brasil, de Argentina a México, de Grecia a Inglaterra. El común denominador del ``grito de los excluidos'' (como se llamó la manifestación de trabajadores y de campesinos sin tierra de Brasil) es que los pueblos al luchar contra el neoliberalismo luchan en oposición a sus gobiernos, contra los gobiernos que, por la globalización, han perdido independencia según el certero diagnóstico de Kofi Annan, secretario general de la Organización de Naciones Unidas.
En Indonesia se pide la renuncia del presidente Habibie por su política económica y social. En Brasil se pide un cambio sustancial en las políticas de Cardoso. En México, como en Brasil, se exige a Zedillo una política a favor de los pobres y, particularmente, a favor de los campesinos; en nuestro caso a favor también de los indios de Chiapas. En Europa, desde el movimiento de los ferrocarrileros de diciembre de 1995 a la fecha, se exige justicia para los pobres, los desempleados y los inmigrantes, además de mejores condiciones de trabajo para quienes lo tienen. En Argentina, sobre todo en el centro y en el norte de ese país, se demanda el cese a la política neoliberal de Menem. Y así podrían citarse otros ejemplos del mismo tenor.
Los pueblos, al luchar contra el neoliberalismo y los efectos de la llamada globalización, luchan contra sus gobiernos. ¿Por qué contra sus gobiernos? Porque éstos no han entendido que la soberanía que deben defender es la de sus países y la de sus pueblos, y no el dominio mundial (o multinacional) de los grandes capitales que determinan la aparente abstracción de los mercados. Los gobiernos, que ciertamente han perdido independencia por la globalización, son los defensores de un proyecto mundial que tiende a excluir y que, en aparente contradicción, se beneficia de la exclusión y de la marginación creciente de millones de personas.
Este fenómeno de exclusión es importante para los grandes capitales que dominan la economía mundial porque los excluidos, los marginados, los desempleados, lo miserables, todos juntos, presionan (aun sin querer) sobre quienes tienen trabajo y quienes producen, obligándolos a aceptar, por la amenaza de convertirse en desempleados, condiciones de trabajo y de salario que en otras condiciones rechazarían. Pero para que sea posible mantener situaciones como la descrita es necesario que los gobiernos de cada país sean cómplices de los grandes capitales (de los famosos e invisibles mercados), obligando a sus gobernados a aceptar un futuro sin destino o, si se prefiere, un destino incierto y ominoso que, a su vez, los subordina a los deseos del capital. Y los gobiernos, más los del tercer mundo que los del primero, han aceptado esta complicidad; son de hecho abanderados del neoliberalismo, como gerentes de una empresa que reciben órdenes e instrucciones del patrón.
Zedillo, en su cuarto Informe de Gobierno, transmitió la imagen de un presidente derrotado que cuenta los días de su mandato regresivamente. Sin embargo, como si hubiera firmado un pacto de sangre con las fuerzas económicas mundiales, ha aceptado haber perdido independencia frente a éstas y ha insistido, por lo mismo, continuar sin desvíos la política neoliberal que, para colmo, no sólo la ha aceptado sino que la ha hecho suya, sin importarle los estragos sociales que ha producido. No parece casualidad que las fuerzas políticas organizadas, especialmente las de oposición, estén planteándose pactos o acuerdos para garantizar, en una lógica de gobernabilidad, la transición que irremediablemente se dará en el 2000. Ante la posibilidad de un interregno de aquí a la sucesión presidencial, las fuerzas políticas quieren estabilidad y, desde luego, como partidos e instituciones que son, evitar que la sociedad enfurecida los trascienda y haga todavía más difícil el cambio de los poderes. El grito de los excluidos se oye ya en México, comenzó desde enero de 1994, cuando parte de éstos dijo ¡ya basta! La cuestión es saber hasta dónde llegará este grito sin que el país sea víctima del caos por falta de dirección y de liderazgos que propongan los cambios necesarios en el país.