Epiqueya, dice el Diccionario de la Lengua, es la ``interpretación moderada y prudente de la ley, según las circunstancias de tiempo, lugar y persona''. Luis de Tavira, con mayor sencillez, explica, en la edición que de su texto hiciera Plaza y Valdés, que epiqueya es el espíritu de la ley por encima de su letra. En última instancia, lo que De Tavira parece querer decirnos al utilizar esa palabra de poco uso (y que hizo que más de uno se precipitara a su diccionario) es que miremos más allá de las reglas posibles y de lo que su propio texto propone en la superficie. Así, las ventajas de la epiqueya serían romper con las leyes de tiempo y espacio en un experimento dramatúrgico que se hace la reflexión de la posibilidad de recordar el futuro y que ubica a los personajes y la acción dramática en destiempos de lo que sería una narración lineal.
De Tavira juega a la comedia de enredos, sin olvidar las posibilidades que ya le brindan los autores clásicos al proponer que María --y en un momento a Marta-- salga por un armario que en mucho recuerda La dama duende de Calderón de la Barca. Al igual que doña Angela, María sale del encierro a que la confinan sus hermanos en busca de su amor; la escena con Cosme --llamado igual que el gracioso calderoniano-- resulta casi una referencia inmediata al clásico. Propone un laberinto de interpretaciones con los nombres de los personajes, algunos de muy fácil lectura, como el de ese Lázaro tantas veces resucitado y aun las características de Marta, María y Magdalena, aunque me pierda en la razón de que tres de los personajes tengan nombres de apóstoles y me parezca más bien fácil la asociación de que, dado que el sacristán ha de llamarse Cosme, el cura al que acompañe sea Damián.
A diferencia de las comedias de enredos clásicas, la única y verdadera enamorada es María, aunque se prescinda del final feliz, excepto para los malvados. De Tavira utiliza la vieja señal para hacernos otros guiños, muchos de ellos, si no todos, políticos: la intriga misma es de sucias complicidades entre un candidato del sistema, un par de personajes defraudadores y un ambicioso cura que se alineará al poder terrenal mediante acuerdos entre el político en ascenso y el nuncio. No son pocas las referencias que hace el autor a los enjuagues entre la cúpula eclesiástica y la gubernamental. Escrita en 1993, cuando el país se mostraba horrorizado por el cúmulo de crímenes políticos, su texto está lleno de brutalidad y de sangre. Incluso se permite un chiste al afirmar que nadie se atreverá a atentar contra un obispo. Y por supuesto, como un ``recuerdo del porvenir'' de los que propone en la construcción de su obra, se asoma a las cloacas de desfalcos de gente en el poder (y de lo que son capaces por ocultarlos) que siempre intuimos pero que ahora son del dominio público. Habría que añadir que otra ventaja de la epiqueya sería contravenir los géneros y llevarnos de la comedia de enredos, con diálogos excelentes e ingeniosos, a la intrusión de un trágico destino como es el de María.
El talentoso director que es Luis de Tavira se estrena con un texto completamente de su autoría (los otros dos que se le conocen, uno fue una paráfrasis de Lope y el otro escrito en colaboración con Alfonso de Maria y Campos) y prescinde de dirigirlo, lo que no deja de ser un viraje en su concepción estética. En efecto, los que conocíamos en lectura Ventajas de la epiqueya nos preguntábamos cómo podría ser escenificada en uno de los teatros universitarios carentes del plato giratorio, la maquinaria e incluso los recursos económicos, ahora tan recortados por el deplorable estado de las finanzas públicas, en el renglón de la cultura. Phillippe Amand prescinde de las minuciosas acotaciones que da el autor y resuelve de forma espléndida las dificultades a que se enfrenta. Mediante grandes cubos que dan vuelta con gran precisión, el escenario se transforma en los diferentes espacios que el texto va pidiendo; la entrada y salida del escaso mobiliario empleado se hace en oscuros instantáneos y, aun más, el boliche se diseña con un camino de luz y la caída de los bolos, que no vemos, se sustituye con oportunos letreros. Los giros de la escenografía se hacen casi sin sentir y el reloj pedido y necesarísimo está siempre presente.
La escenografía de Amand conserva las características que ya son su sello. Y su dirección escénica es un excelente mentís para quienes pensábamos que era mucho mejor escenógrafo que director. Su trazo escénico es excelente, sus cambios de ritmo de lo mejor y su dirección de actores, de los que no hablo porque se me termina el espacio, impecable.
Como colofón, vaya esta última respuesta a José Ramón Enríquez: Creo que sí, que es necesario discutir el destino del teatro mexicano, pero me niego a hacerlo en sus términos. Es curioso que el maestro Enríquez tache de priístas a los que disentimos de sus criterios. Si dije que deformaba la verdad es porque no entiendo que un miembro de la comunidad teatral (con mayúscula o minúscula) confunda los comodatos dados por tres años, con reglas muy claras, establecidos por teatristas y con apoyos institucionales, de los teatros del IMSS, con la privatización de los mismos. No tengo tiempo ni paciencia para esta extraña guerra de guerrillas emprendida por el impoluto representante de la izquierda mexicana.