En los años sesenta vastos sectores de la clase media occidental buscaron el modo de llevar a la práctica el cambio social en tanto otros trataron de garantizar el porvenir profesional de sus hijos. Treinta años después ambos sectores conjugan el denominador común: la inseguridad y el miedo a perder el trabajo.
En 1984, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimaba que cerca de 820 millones de personas, el 30 por ciento de la fuerza laboral del mundo, no tenían empleo o estaban subempleadas, y que por lo menos 120 millones estaban registradas como desempleadas, cifra posiblemente mucho más alta ya que no todos se inscriben en los institutos de empleo o han dejado de buscar trabajo. Grosso modo serían 700 millones las que se encuentran subempleadas o que no alcanzan mínimos satisfactores de vida.
Un año después, el ex secretario general de Naciones Unidas, Boutros Ghali, dijo que año tras año 43 millones de jóvenes se suman a los que buscan trabajo y que sería necesario crear mil millones de empleos hasta el 2005. Pero Michel Hansenne, entonces director general de la OIT, estimaba que por primera vez desde la gran depresión las naciones industrializadas y las naciones en desarrollo debían enfrentarse a un ``desempleo persistente a largo plazo''.
En 1996, los 24 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) contaron más de 35 millones de parados; 8.5 por ciento de sus ciudadanos en edad de trabajar. Estos ejércitos sin empleo, a los que cada vez es más difícil mantener con subsidios, asisten como espectadores a la indetenible procesión de emigrantes de los países pobres que aceptan los trabajos que ellos han repudiado en los años de mayor bienestar.
La OIT considera que tal situación es consecuencia de los cambios abismales de la tecnología que han transformado la forma en que estaba estructurado el trabajo en muchas industrias. A su vez, el desempleo marcha sujeto a la creciente competencia global y a la internacionalización de la economía, así como también a factores cíclicos y a las tasas de interés.
Ni el poderoso club de los siete países más ricos, ni los 15 socios de la Unión Europea, ni el FMI han logrado la receta certera para luchar contra esta epidemia que se agravará todavía más en lo que resta del siglo. Flagelo que Hansenne califica ``mucho más serio que la crisis económica de los ochenta''. La crisis actual de empleo ya es vista por los especialistas como la peor desde el crack financiero mundial de 1929.
El costo social, inmenso, ya no sólo es injusticia sino también un extraordinario despilfarro una vez que somete a la población pobre más joven a la subutilización y a la pérdida de calidad de los recursos materiales y humanos de cada nación. La diferencia de ambos recursos radica en que los primeros se agotan o degradan en la medida en que se utilizan de modo irracional (no sustentable) mientras que los segundos se pierden sólo en la medida en que no se emplean o lo hagan de forma improductiva. En este sentido, la actual crisis económica de los mercados financieros liquida por el momento cualquier futuro de prosperidad y equidad.
Sumergida en una pobreza tan peligrosa como injustificable, la mayoría de la población joven se ve privada de trabajar, derecho humano fundamental. El filósofo argentino Juan Pablo Feinman identifica al desocupado como un desaparecido del sistema productivo. ``De aquí que la figura del desaparecido --dice-- haya retornado con un rostro economista, menos cruento pero no menos temible''.
Con lucidez coloquial, Feinman describe el impacto de la ``macroeconomía'' en el hogar.``Este marido, este padre, no puede hacer por ustedes lo que solía hacer: ampararlos con su trabajo''. El limbo existencial ofusca la lucidez del desocupado. Se sabe útil pero nadie quiere utilizarlo. Se siente con fuerza pero nadie quiere su fuerza. Nadie quiere su imaginación, su creatividad, su talento. Si tiene padres, algo podrán hacer por él. Y si tiene mujer, hijos, les deberá confesar la terrible y dolorosa verdad: ``Ya no soy el que era ayer. Hoy me despidieron. Me quedé sin chamba''.