Una falsa bruma brotaba de los espejismos húmedos en la línea recta del largo asfalto sin principio ni fin. No tenía mucho el mediodía y la sombra era un animal inexistente. Desde Saguala venía sonándole una llanta al carro, pero la inercia y la corazonada de que no era serio impedían a Horacio detenerse a echar un vistazo.
Si algo tiene el pensamiento humano es un horror barroco al vacío, y con tal de no ponerse en blanco, piensa cualquier cosa que se inventa. Horacio se clavaba en distinguir el ruido de la llanta entre el revuelo del aire chocando en el parabrisas y el sonoro rugir del motor, elaborando cálculos y figuraciones para los siguientes minutos, en ese juego mental que escenifica un futuro inmediato que siempre se cumple de otro modo.
No venía de humor para dar aventones. Nunca viene de ese humor. Sí, suena horrible, pero así es. Sólo hay veces que, sin razón identificable, hace alguna excepción y se detiene. Así le pasó aquella tarde con esos tres, aburridos sobre sus mochilas en una orilla de la carretera. La grava ya les había martirizado las manos, los pies casi descalzos, y en un principio sus ingenuas nalgas, pues habían empezado por sentarse en la cuneta. Rápido se arrepintieron. Para reconocer el dolor no hace falta mucho aprendizaje.
Al menos de eso parloteaban al subirse, inmediatamente después de agradecer a Horacio el haberlos levantado. Pero a Horacio no le gusta hablar con la gente, sólo con las tortugas. Aprovechando el alto, bajó del carro y revisó las cuatro llantas. La trasera derecha era la del ruido. Cuando regresó al volante, sus pasajeros ya se habían acomodado.
De los juncos brotó, alegre, un perro, subió atrás y se sentó como la gente.
-¿También el perro? -preguntó Horacio con desaliento. Estaba a tiempo de arrepentirse.
-No se preocupe señor, Trampero, está educado, se porta mejor que nosotros -dijo la muchacha.
Horacio no supo si lo tranquilizaba o le estaba advirtiendo, pero aceptó resignarse y arrancó.
Eran un alto, un gordo, y una bonita. El alto y la bonita iban atrás, así que pudo revisarlos por el retrovisor. Lucían ahítos de sol. Parecían estudiantes. Ella abrazó al perro a su derecha.
Después de una penosa sucesión de monosílabos casi inaudibles, Horacio dejó claro que no le interesaba ninguna conversación. Y como ellos sí traían plática, la prosiguieron como si Horacio no estuviera, fuera sordo o hablara otro idioma. A cambio de que lo dejaran en paz, les preguntó hasta dónde iban, y eso para bajarlos cuanto antes. Como quiera, iban lamentablemente lejos.
Mirando al frente, el gordo dijo ``Clancy'', y la bonita dijo ``¿Mande?''.
-¿Sabes quién es Palinuro?
-¿Paliqué?
En efecto, eran estudiantes. El alto emitió un bufido de desaprobación, quién sabe si al gordo o a Clancy.
-Palinuro es el piloto de Eneas que fue arrojado al mar por el Sueño -dijo el gordo.
-Ajá -dijo ella.
-Se quedó dormido, o algo así, creo -agregó el gordo. Horacio lo miró de soslayo. Un gordo mediano, quizás simpático. Morelo. Le recordaba a alguien.
El alto se animó súbitamente y exclamó:
-¿Qué les dije?
-Tranquilo -dijo el gordo-, no pretendas que te dé la razón. En el siglo XX Eneas volaría una nave espacial.
-No, viajaría en submarino atómico -dijo ella.
-Qué ganas de acomodar su versión -dijo el alto.
-Qué ganas de ser normal -le reclamó Clancy.
-Se cayó al mar, ¿cuánto apuestan?
-Eso ya lo sabemos -dijo el gordo.
-Lo importante es de dónde salió -agregó Clancy.
El alto pareció rendirse. Volteó hacia los juncos del camino, cerró el pico y le pasó el brazo izquierdo por el cuello a Trampero. Rozó sin querer el brazo de Clancy, quien lo retiró, turbada y molesta, según vio clarito Horacio en el espejo.
Acabó por entender que hablaban de un náufrago que encontraron tirado en la playa. Por más que fingió ignorarlos, Horacio se enteró de todo, y le pareció bastante raro, pero no comentó nada. Además, la pueril divagación sobre Palinuro disfrazaba un asunto serio. El hombre que describían...
Ya no le parecieron algo tan simple como vacacionistas cambiando de playa. En todo caso, eran suficientemente mensos para resultar entretenidos, y reveladores casi a pesar suyo.
La costera corría plana, idéntica, flanqueada por esporádicos pelícanos y gaviotas del lado del mar, y zopilotes y patos en banda por el lado de tierra. Ni un carro. A veces, un camión de pescadores en sentido contrario. Los pasajeros de Horacio no se jactaban de haber salvado a un hombre de morir ahogado en la caleta de La Enramada, sino que alegaban absurdamente la interpretación mitológica del hecho. Perdían tiempo y saliva alardeando una erudición de principantes.
El gordo hacía mención continua de la Vía Láctea, como si recordara el deleite de su propia lactancia. Horacio estuvo a punto de preguntarles si estudiaban en alguna universidad, pero eso para que veas no le importaba. Tenía que llegar de día a Estación Macaria, lo único importante.
Miró por el espejo al perro de aguas. Sí, era el más tranquilo de ellos; tan siquiera no hablaba. Porque lo que es que el gordo y Clancy subían la voz y manoteaban como si vinieran solos.
La llanta seguía sonando, pero dejó de prestarle atención.