La Jornada domingo 6 de septiembre de 1998

Jan de Vos
Los mayas en los tiempos modernos

Los manuales de historia mencionan generalmente 1821 como el inicio de la época moderna para México y Centroamérica, ya que es el año de su independencia del imperio español. Tal periodización únicamente vale para las reducidas élites criollas que vivían en las ciudades y haciendas de aquel entonces. La guerra de 1821 fue un proceso de emancipación en el cual las grandes masas mestizas e indígenas empobrecidas no estaban incluidas, ni como sujetos, ni como objetos. En realidad, los pocos insurgentes de Yucatán, Chiapas y Guatemala soñaron con desplazar a los peninsulares en los puestos de mando y provecho. Decidieron sacudir el yugo español, después de asegurarse de que el nuevo proyecto imperial de Iturbide garantizara sus privilegios. Y el orden republicano que poco tiempo después se les impuso no significó en los tres nuevos estados federados cambio alguno en cuanto a reformas sociales se refiere. Los de arriba -liberales y conservadores, por igual- estaban muy a gusto viviendo a cuestas de los de abajo y no pensaban renunciar a su bienestar ganado por medio de la despiadada explotación de la ``indiada''.

Esta estaba formada, en su inmensa mayoría, por campesinos mayas que vivían agrupados en poco menos de medio millar de pueblos de factura colonial: unos 110 en Chiapas, unos 130 en Yucatán y alrededor de 220 en Guatemala. Sus más de 800 mil habitantes constituían aproximadamente 80 por ciento de la población total. Para todos ellos la tan mentada Independencia era una palabra hueca que encubría el verdadero destino que les preparaba el tiempo a venir: la prolongación de su condición de explotados, ahora por autoridades directamente identificadas con el poder local. Comenzó así para los mayas una época que bien podemos llamar neocolonial y que ya lleva casi dos siglos de existencia, puesto que el tiempo no ha logrado eliminar totalmente su centenaria marginación.

Sin embargo, no fue el año de 1821 el momento en que los mayas empezaron a sufrir un cambio profundo en su modo de vivir. Este había arrancado medio siglo antes con la llegada de las reformas borbónicas. La modernización administrativa entonces introducida trastornó seriamente el sistema sociocultural defensivo que habían logrado construir, con mucha paciencia e imaginación, sobre las ruinas causadas por la invasión española en la década de los años 1520-1530. Fue esa segunda conquista, 200 años después de la primera, la que realmente marcó para los mayas de Yucatán, Chiapas y Guatemala la entrada al mundo moderno, más que la Independencia de 1821. Según esta otra manera de medir el tiempo, la dominación para los mayas se extendería entonces sobre un periodo de casi cinco siglos, ya que arrancó en alrededor de 1520 y aún no termina. Al contrario, en la medida en que nos acercamos al tercer milenio se están multiplicando las señales de una tercera conquista, igual de devastadora: la irrupción del sistema neoliberal, que ha declarado una guerra de exterminio en contra de todo lo que pudiera estorbar la implantación de su capitalismo salvaje.

En este breve texto daré constancia de la vida de los mayas bajo el régimen neocolonial, introducido por la corona española alrededor de 1770 e intensificado notablemente por los gobiernos republicanos a partir de 1821. Destacan tres experiencias particularmente dolorosas: el despojo de sus tierras, la proletarización de su fuerza de trabajo y la fracturación de su mundo sociocultural. También daré cuenta de las diversas maneras en que los mayas trataron de sobrevivir como colectividades frente a las agresiones de los ``ladinos'', fueran éstos civiles o eclesiásticos, ricos o pobres, bien o mal intencionados. Las estrategias defensivas que aplicaron fueron las mismas que ya ha- bían demostrado su eficiencia en los siglos anteriores: la resistencia pasiva de todos los días, la negociación siempre y cuando era posible, la retirada en casos de emergencia, y el enfrentamiento armado al agotarse las otras alternativas.

Durante los dos primeros siglos de la época colonial, los pueblos de indios de la región maya habían disfrutado de un no despreciable nivel de autonomía real. Las autoridades españolas que residían en las contadas ciudades y villas habían acostumbrado dejar buena parte de la administración de las comunidades en manos de los gobernadores indígenas. Estos se habían convertido en los verdaderos depositarios de la unidad comunitaria gracias al respeto incondicional que sus súbditos les brindaban. Centralizaban en sus personas los privilegios de hacer justicia, supervisar la recolección de tributos y obvenciones, controlar la economía de las cofradías y cajas de comunidad, cuidar del buen desarrollo de las fiestas. Las ``repúblicas de indios'', como se solía llamar jurídicamente a los pueblos, no tenían nada de republicano en el sentido moderno de la palabra. Eran sociedades socialmente estratificadas, en donde todo se hacía en común, pero bajo el mando de una aristocracia nativa que monopolizaba el poder en sus manos.

Ese sistema corporativo, basado en una relación recíproca de privilegio y obediencia, había funcionado de maravilla en los tiempos de los Habsburgos pero a los ojos de los Borbones era un obstáculo inaceptable frente a la tan necesitada reforma fiscal y administrativa. Para los gobiernos independientes del siglo XIX era, además, una ofensa a los principios de libertad individual e igualdad política. Las comunidades tradicionales recibieron el primer aviso de los cambios a venir con la introducción, en 1786, de las intendencias. Esta medida no sólo significó un nuevo ordenamiento territorial de las antiguas provincias -la subdivisión en intendencias y partidos- sino también la instalación en las cabeceras de oficiales no indígenas que quitaron a los líderes nativos la responsabilidad de la administración local, excepto los cargos directamente relacionados con las fiestas religiosas de la comunidad. Pero aun estas funciones sagradas les eran cada vez más difíciles de cumplir, al ya no contar con la riqueza personal de antes ni poder disponer libremente de los ingresos colectivos.

La drástica reducción de la autoridad de los líderes nativos no fue la única agresión a la comunidad indígena en vísperas de la Independencia. Otro atropello fue el despojo de las tierras comunales a favor de las haciendas, que en el mismo periodo se transformaron, de las modestas estancias ganaderas que habían sido hasta entonces, en pujantes empresas agropecuarias productoras para el comercio exterior. El cultivo a gran escala de algodón, henequén, tabaco, caña y otros productos, exigía no sólo un cambio tecnológico sino también un aumento en superficie de tierra laborable. Y los nuevos empresarios no titubearon en quitársela a los pueblos de indios vecinos y no tan vecinos. El primer paso fue la apropiación o compra de las fincas de las cofradías, el segundo el acaparamiento de las tierras de la comunidad misma.

Cuando en 1821 Yucatán, Chiapas y Guatemala se independizaron de España, los mayas cambiaron de dueño pero no de condición. Peor aún, las Leyes de Indias, que de alguna manera los habían protegido en sus personas y bienes, dejaron de tener vigencia. De ahí en adelante, los gobiernos liberales y conservadores que se alternaron en el poder continuaron el despojo, utilizando una legislación hecha de acuerdo con los intereses de los hacendados. El mecanismo consistía en reducir drásticamente la extensión del fundo legal de las comunidades y declarar a los terrenos excedentes como ``baldíos'', aptos para ser enajenados por las autoridades a favor de particulares que disponían del capital necesario y de las conexiones políticas adecuadas para comprarlos. Los candidatos estaban interesados en las tierras indias porque éstas ya habían pasado por varios ciclos de desmonte y, en consecuencia, eran aprovechables inmediatamente. En el caso de Chiapas las Memorias que los gobernadores presentaron a lo largo del siglo XIX sobre su gestión son muy ilustrativas al respecto. Si en 1837 sólo existían 853 haciendas y ranchos, en 1889 ya había 3 mil 159, en 1896 llegaban a 4 mil 546, en 1903 a 4 mil 794, y en 1909 a 6 mil 862.

Los nuevos propietarios no tardaron en apropiarse también de la fuerza de trabajo de los despojados. Estos cayeron en una de dos categorías: la de ``baldíos'' y la de ``mozos''. Los primeros eran los habitantes de los parajes quienes fueron despojados de su ranchito y milpa al quedar éstos dentro del terreno acaparado por algún poderoso hacendado. No tenían más remedio que convertirse en siervos de su nuevo amo. Podían permanecer en su lugar de origen y cultivar su parcela, a cambio de trabajar de tres a cinco días por semana para el patrón sin recibir remuneración alguna. Los segundos eran los que abandonaron sus comunidades apremiados por la falta de tierra y demás oportunidades. Estos fueron a vender su fuerza de trabajo en las haciendas que siempre habían existido o se habían formado, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, en tierras enajenadas a la Iglesia o a la nación.

Los mozos, igual que los baldíos, terminaron atados de por vida a la hacienda adonde habían ido a buscar trabajo en calidad de jornaleros libres. La táctica utilizada por el hacendado y sus capataces era el endeudamiento gradual del trabajador: lo obligaban a comprar en la tienda de raya y lo multaban por bajo rendimiento. Las deudas, en vez de extinguirse, aumentaban constantemente, y al morir quien las había contraído, caían sobre sus hijos y, a falta de éstos, sobre los parientes más cercanos. De esta manera la hacienda se aseguraba la presencia continua de mano de obra abundante y barata. Todos estos peones mayas, desarraigados de su comunidad y amarrados a la cadena infernal de la deuda, corrieron el riesgo de perder, junto con su dignidad de hombres y mujeres libres, su identidad étnica.

A diferencia de los baldíos y mozos, los indios que lograron preservar la tenencia de su parcelas gozaron de mayor libertad. Sin embargo, su condición de pequeños productores independientes pronto se vio amenazada por la competencia de las empresas agrícolas y ganaderas ladinas en el mercado regional. Los humildes ranchitos indios, situados en terrenos poco fértiles y cada vez más reducidos, por lo general no alcanzaban ni siquiera para sostener a las familias que los habitaban. Los hombres terminaron recurriendo al trabajo temporal en las haciendas cercanas o yendo a las plantaciones y monterías de tierra caliente, en el caso de los mayas que vivían en los altiplanos de Chiapas y Guatemala. De esta manera conseguían completar los magros ingresos que les daban la milpa y la venta esporádica de animales domésticos y artesanías caseras.

A finales del siglo XIX, los pueblos mayas habían perdido la mayor parte de sus tierras y personas en beneficio de las haciendas. En ellas había surgido un nuevo tipo de poblado indígena, de alguna manera duplicado de la comunidad tradicional pero ya no con la iglesia como núcleo físico y sociocultural. La nueva aglomeración se concentraba en torno de la casa del señor hacendado, edificio mucho más imponente que la modesta ermita. En ella no faltaba la imagen del santo patrono escogido por el amo, quien se encargaba personalmente de los pagos necesarios para las fiestas en su honor. La sociedad formada por estos ``indios de hacienda'' era una triste copia de la comunidad de origen, ya que carecía de la elaborada estructura corporativa que proporcionaba a los ``indios de pueblo'' la fuerza de seguir sobreviviendo en medio de las agresiones.

De estas agresiones falta una última por mencionar: la gradual invasión de las comunidades por mestizos de escasos recursos. Estos se establecieron como rancheros en las inmediaciones del pueblo o como tenderos y artesanos en el casco del poblado. El fenómeno había empezado ya durante el siglo XVIII pero aumentó de manera considerable durante el siglo XIX. Muchos ``pueblos de indios'' se convirtieron así en ``villas'' en donde una minoría de ``vecinos'' ocupaba el centro, y la mayoría de los ``naturales'' vivía desplazada hacia la orilla. Entre esos invasores mestizos destacaba, por su perniciosidad, el fabricante y vendedor de aguardiente. El consumo de licor era una costumbre antigua entre los indios, ya que su libación acompañaba necesariamente todo rezo de petición o curación. Sin embargo, al deteriorarse las condiciones de vida en las comunidades, muchos hombres empezaron a buscar refugio en el alcohol. Lo que al principio fue una costumbre religiosa y festiva, se volvió así un vicio social, introducido y fomentado por el cantinero local.

¿Cómo los mayas lograron sobrevivir a tantas calamidades? En primer lugar por medio de una paciente labor de reconstrucción de la comunidad, a nivel de la convivencia social y a nivel de sus expresiones simbólicas. En la mayoría de los casos, esta recreación reveló ser la única respuesta viable frente al desmembramiento sufrido por el baldiaje en las haciendas cercanas y el trabajo migratorio en las plantaciones lejanas. Gracias a este esfuerzo, muchas etnias llegaron con vida al tercer milenio; mutiladas, sí, pero con su identidad salvaguardada a pesar de las alteraciones que inevitablemente sufrieron durante el proceso.

Uno de los cambios más notables fue el que transformó el tradicional sistema de cofradías, heredado de la Colonia, en el de mayordomías o cargos sociorreligiosos. Debido a la ausencia crónica y la muerte prematura de muchos hombres adultos, provocadas por el trabajo forzado y malsano en las plantaciones y monterías, las cofradías perdieron cada vez más miembros y dejaron, finalmente, de funcionar. En su lugar fueron introducidas una serie de nuevas prácticas, fiestas dedicadas a santos inusitados, cuya celebración fue encargada a un par de mayordomos nombrados a propósito. Y para que estos cargos estuvieran bien atendidos, los alcaldes y regidores acostumbraron designar a los candidatos con base en un orden jerárquico de funciones ascendentes. Nació así un elaborado sistema en donde el cura doctrinero participaba de alguna manera pero ya no figuraba como la persona central, si en algún momento había gozado de ese privilegio. Aún más que antes, los mayas llegaron a controlar la celebración de sus fiestas, cada vez más adaptadas a sus propios gustos y necesidades. Muchos ritos que ahora son la fascinación de los antropólogos culturalistas fueron elaborados entonces. Aún está por estudiarse, a fondo y en detalle, el proceso de recreación de estas innumerables y complejas costumbres a lo largo y ancho de la región maya. En este sentido, el siglo XIX bien podría revelarse como igual de inventivo que el siglo XVI. Los sujetos de está nueva creatividad se vieron restringidos por los límites impuestos por la opresión neocolonial, pero siempre encontraron el espacio suficiente para construir y reconstruir, a partir de elementos autóctonos y extranjeros, su propio universo.

Es importante subrayar que se trata de un mundo netamente campesino, en donde la preocupación por la posesión y el cultivo de la tierra nunca deja de ocupar el lugar central. Por esta razón persistieron tantas devociones y celebraciones en torno de deidades prehispánicas, mucho más identificadas éstas con las fuerzas de la naturaleza que el Dios cristiano y su corte celestial de santos y ángeles. Podemos postular, para la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, una gradual liberación de muchas costumbres antes inhibidas. Los ojos de agua, las cuevas, los cerros, las milpas, siempre habían sido sitios privilegiados para ofrecer plegarias y realizar ofrendas, pero en ese periodo conocieron un bienvenido renacimiento.

Al lado de la proliferación de costumbres rituales, la tradición oral tuvo un papel más modesto, aunque no menos esencial en la recreación comunitaria. Los mayas parecen ser más imaginativos para celebrar que para contar. Sin embargo, la escasez puede estar relacionada más con nuestra falta de conocimiento que con su supuesta parquedad. Muchos mitos, relatos y leyendas aún circulan exclusivamente entre ellos, a pesar del trabajo acucioso de varios antropólogos que han empezado a recopilarlos. La tradición oral nativa, encerrada en una lengua determinada y a menudo restringida a una sola comunidad, a través de su rescate adecuado y su divulgación impresa o grabada podría así llegar a ser patrimonio de todos.

El interés de antropólogos e historiadores por los mayas coloniales y modernos comenzó con el siglo XX y pronto rivalizó con el de los estudiosos de la cultura prehispánica. Estos últimos habían sido precedidos por los exploradores decimonónicos de las ruinas escondidas en la selva tropical compartida por Yucatán, Chiapas y Guatemala. A lo largo de los últimos cien años, miles de libros y artículos han introducido a los mayas a un público lector cada vez más numeroso y exigente. Sus autores, llamados ``mayistas'', son los responsables de la clasificación lingüística que divide a la familia mayense en hablantes de 25 idiomas, muchos de ellos a su vez subdivididos en varios dialectos.

Esta caracterización, introducida por los académicos, ha cobrado tanta importancia que hasta los indígenas mismos han adoptado la costumbre de identificarse étnicamente con base en la lengua que les es propia y ya no tanto según la pertenencia a tal o cual comunidad.

El mosaico lingüístico que llama tanto la atención en Guatemala y Chiapas contrasta vivamente con la situación en la península de Yucatán, donde prevalece un solo idioma, el maya-yucateco. Es tal su predominio que hasta un buen número de mestizos lo habla, sin mencionar la marcada influencia que ejerce sobre la manera de pronunciar e intonar el español. Pero la presencia de lo maya en Yucatán no se reduce al terreno lingüístico: permea casi todos los niveles de la vida social, a diferencia de Chiapas y Guatemala, en donde la polarización cultural es mucho más evidente. Es esto un fenómeno curioso, si sabemos que durante más de medio siglo, de 1847 a 1901, indígenas y blancos se habían enfrentado en una conflagración sangrienta, conocida como la Guerra de Castas, que cobró más de 250 mil muertos, es decir más de 30 por ciento de la población total.

La Guerra de Castas fue, sin duda, la rebelión más importante de los mayas en los últimos cinco siglos. Fue una combinación de dos estrategias diferentes pero estrechamente relacionadas entre sí: un enfrentamiento armado de gran violencia y relativamente corta duración (1847-1855), seguido por una retirada al noreste selvático de la península y la transformación de esa región en territorio libre durante casi cincuenta años (1854-1901). La sublevación nació en las comunidades indígenas de la región central que habían logrado resistir mejor al embate del régimen neocolonial. Fue un intento de preservar la autonomía tradicional contra la hacienda, que buscaba invadir nuevos espacios, al haber concluido su expansión en el noroeste. La reacción sólo pudo haber provenido de aquellos pueblos irreductos en donde la estructura corporativa no había sido alterada aún. Los líderes originales del movimiento eran gobernadores nativos con capacidad de movilizar y armar a la gente gracias a una autoridad legitimada por la costumbre.

``Costumbre'': así llaman los mayas aún al conjunto de tradiciones sociorreligiosas considerado por muchos de ellos como la herencia más valiosa que recibieron de sus antepasados y que por esta razón les toca salvaguardar a toda costa. En el último medio siglo este patrimonio ha sido seriamente agredido por varios agentes extraños a las comunidades pero deseosos de convertirlas a su respectivo credo de redención. Indigenistas oficiales, misioneros protestantes, religiosos católicos, activistas de izquierda y guerrilleros de diversas tendencias: todos llegan con el afán de prometer a los mayas una vida más justa y digna, siempre según su muy particular punto de vista. Como son antagónicos entre sí, han convertido el mundo maya en el teatro de una feroz contienda ideológica con la causa indígena como bandera.

El enfrentamiento ha sido particularmente trágico en Guatemala, puesto que las comunidades se dividieron primero entre costumbristas y miembros pertenecientes a la llamada Acción Católica o alguna de las múltiples denominaciones evangélicas. Sobrevino después la fascinación por la opción armada como posible salida a una situación económica y política sin perspectivas. Pronto, los mayas se vieron atrapados en una guerra civil que no era suya y en donde cayeron víctimas de una terrible espiral de violencia que duró casi 30 años y causó más de 30 mil muertos y casi un millón de desplazados. Entre estos últimos se encuentran alrededor de 50 mil personas que cruzaron la frontera mexicana y obtuvieron en el otro lado protección en calidad de refugiados internacionalmente reconocidos. Desde hace algunos años han emprendido el dificultoso regreso bajo los auspicios del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

Algo semejante sucedió en Chiapas, en donde la población indígena también fue desgarrada por divisiones religiosas y políticas. Esta efervescencia coincidió con la colonización de la selva Lacandona por campesinos hambrientos de tierra que provenían de las comunidades tradicionales de los Altos y de las haciendas más cercanas. Las colonias recién fundadas tenían especial necesidad de construirse una nueva identidad frente a la inseguridad que significaba la emigración. La ofreció al principio el personal de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas por medio de una evangelización que no se limitaba a la predicación de la Palabra de Dios sino incluía la concientización y organización comunitaria a nivel social, económico y político. Sin embargo, pronto tuvo que compartir el espacio con asesores pertenecientes a movimientos de izquierda surgidos a raíz del 68 y, a partir de 1983, también con un pequeño grupo guerrillero de las Fuerzas de Liberación Nacional que vino a ofrecer a los mayas, una vez más, la vía armada como única solución para sus problemas.

El desenlace de la contienda chiapaneca es de todos conocido. Durante diez años, guerrilleros y campesinos se tomaron el tiempo para conocerse y aceptarse mutuamente en la clandestinidad de la montaña. En este largo aprendizaje, los primeros abandonaron parte de su rigidez dogmática y los segundos se transformaron de campesinos rebeldes en insurgentes con un programa de cambio político para toda la nación. Resultado de esta simbiosis fue la formación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que irrumpió en la escena nacional e internacional el primero de enero de 1994. Cabe decir que no todos optaron por las armas. La tragedia guatemalteca, la propaganda disuasiva de los agentes de gobierno y la falta de apoyo por parte de la diócesis de San Cristóbal llevaron a muchos a abandonar la causa zapatista. Sin embargo, las demandas de los rebeldes son compartidas por muchas comunidades indígenas dentro y fuera de Chiapas a pesar de su oposición a la solución militar. Nunca en la historia de México los pueblos indios habían logrado sentarse en una misma mesa con el gobierno federal para explicarle sus necesidades y exigirle justicia.

Desde antes de la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y mucho más allá de su área de influencia, el mundo maya acaba de entrar en un movimiento que anuncia una nueva época a venir. Los mayas, en su gran mayoría, siguen siendo campesinos pobres y ciudadanos de segunda, en México igual que en Guatemala. Pero en las últimas décadas tuvieron varias experiencias que les enseñaron a cuestionar su situación y reconocer la necesidad de unir fuerzas. Aprendieron que para ellos no habrá futuro si no miran más allá del limitado horizonte de su comunidad tradicional. Saben que sólo bien organizados podrán reclamar el lugar que, por elemental justicia, les corresponde dentro de los países en los cuales les tocó vivir. Reconocidos como ``comunidades'' desde hace siglos y como ``etnias'' desde hace algunas décadas, ahora empiezan a revalorar también su pertenencia a un mismo ``pueblo'', el ``Pueblo Maya''. Sin embargo, esta nueva realidad poco tiene que ver con el ``Mundo Maya'' de los estudiosos o la ``Ruta Maya'' del turismo internacional. Se trata de una red de relaciones que los mayas están a punto de integrar como parte fundamental de una identidad en proceso de construcción. Saben que la van a necesitar en el futuro si quieren conseguir una autonomía digna y justa, más allá de las divisiones sociales introducidas en el siglo XVI y las fronteras políticas impuestas en el siglo XIX.

El ``Pueblo Maya'' lo constituyen actualmente algo menos de 6 millones de hablantes de 25 idiomas. La abrumadora mayoría vive en Guatemala, donde forma más de la mitad de la población nacional, y en Chiapas y Yucatán, donde son minoría importante. El resto está repartido sobre Tabasco, Campeche, Quintana Roo, Veracruz, Honduras, Belice, El Salvador... y Estados Unidos, país a donde fueron a buscar trabajo, igual que muchos otros mexicanos y guatemaltecos. Salvo excepciones, pertenecen al sector social calificado en los censos de México y Guatemala como ``pobres'' y ``pobres extremos''. Además sufren el desprecio de buena parte de la población mestiza, que no entiende por qué los mayas siguen pugnando por su sobrevivencia cultural, social y política.

Al acercarse el tercer milenio, es de esperar que los mayas lleguen por fin a ser de nuevo sujetos de su propia historia. Ellos guardan la esperanza de que eso será posible en la medida en que seguirán abriéndose espacios de participación democrática en los países a los que pertenecen. Sólo piden ocupar, dentro de la casa mexicana y guatemalteca, la morada que merecen.

Para leer más...

Bracamonte, Pedro, La memoria enclaustrada. Historia indígena de Yucatán, 1750-1915, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social -Instituto Nacional Indigenista, México, 1995

Breton, Alain y Arnauld, Jacques, Mayas. La passion des anctres, le désir de durer, Editions Autrement, París, 1991

De Vos, Jan, Vivir en frontera. La experiencia de los indios de Chiapas, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, México, 1994

Farriss, Nancy, La sociedad maya bajo el dominio colonial. La empresa colectiva de supervivencia, Alianza Editorial, Madrid, 1992

Favre, Henri, Changement et continuité chez les mayas du Mexique. Contribution ˆ l'étude de la situation coloniale en Amérique Latine, Anthropos, París, 1971

Le Bot, Yvon, La guerre en terre maya. Communauté, violence et modernité au Guatemala, Karthala, París, 1992