Según sus propios conceptos, el presidente Zedillo no desea asumir el liderazgo de la transición. Sin escatimar el mérito por la reforma de las leyes y costumbres electorales, su papel histórico será el de operador del rescate del sistema financiero. Es decir, reparar (y en cierta forma encubrir) la desastrosa gestión de Carlos Salinas, quien lo designó en condiciones trágicas. Este desplazamiento del énfasis hacia una cuestión tan específica pone en riesgo la legitimidad de Zedillo. La crisis mundial y los errores acumulados van a disminuir cada día más oportunidades del rescate.
Sabíamos, y él lo había reconocido con honestidad, que la elección de Zedillo en 1994 había sido legal, pero injusta. Hoy, que tenemos más información, empezamos a preocuparnos por el origen del dinero que lo llevó al poder. Hay indicios de que millones de dólares pudieron venir de fraudes bancarios ``absorbidos'' después por el Fobaproa. Esto, además de debilitar retroactivamente la imagen del Presidente induce a una severa preocupación. Los hombres de negocios dan (en todas partes) dinero para quedar bien con los políticos. Aun en los países democráticos las elecciones fueron financiadas en gran medida por los más ricos. Estas cosas se han corregido allá, transparentando el origen y el uso de esos recursos. Pero en México las cosas son peores. Los magnates han apostado siempre a favor de la permanencia indefinida del PRI en el poder. En México no existe un sistema de rendición de cuentas. Desde la época colonial los gobernantes han utilizado los recursos públicos como han querido. El mayor cómplice es la debilidad de la ley.
En el verano de 1994 yo era consejero ciudadano del IFE. Los consejeros nombrados apenas una semanas antes de aquellas elecciones conflictivas, sabíamos que uno de los puntos más delicados eran las condiciones inequitativas de la campaña presidencial en curso. El régimen legal no nos daba ninguna arma para poder atajar los abusos. Cuando se negoció la ``reforma de último minuto'', ni el gobierno ni su partido aceptaron establecer control de gastos de campaña y de aportaciones. Los avances se redujeron a que los votos contaran y se contaran. ¡Lo que era mucho para la sucia historia electoral del país!
Después de las elecciones, los consejeros (precaria mayoría en el Consejo General) emitimos un informe crítico de las condiciones de inequidad que fue arrastrado en un aluvión documental. No se le hizo caso. El tema pareció superado probablemente para siempre si no hubiera cambiado la visión que teníamos sobre el pasado. Hoy somos conscientes de la vinculación de los grandes fraudes del sexenio salinista con los gastos de campaña. La opinión pública irritada no puede ya tolerar estas revelaciones. Si el presidente Zedillo hubiera ido a una reforma política de fondo en 1995 la oposición muy probablemente le habría aceptado un pacto de reconciliación nacional y amnistía, que podría haber incluido el ``rescate bancario''.
Pero es más preocupante el futuro electoral del país que el pasado. Si bien ha mejorado mucho la normatividad legal del IFE, las lagunas subsisten. Pudieran dar lugar a nuevos abusos en las elecciones presidenciales del 2000. La vigilancia sobre los recursos que emplean los partidos políticos deberán establecerse desde ahora y no el año de la elección. Es una ingenuidad perniciosa pensar que las campañas se van a ganar en el año 2000. Las campañas están ya en marcha y el gobierno y los grupos de interés están invirtiendo inmensas cantidades de dinero para inducir el triunfo del PRI. Ríos de dinero van a los medios para desprestigiar a los opositores. Las campañas y precampañas en los estados están costando tanto o más que las elecciones nacionales en Inglaterra o en España. Si esto sigue, la oposición se puede quedar sin oportunidad.
Las elecciones de 1994 no pueden ser invalidadas, es cierto, pero hay que continuar la investigación. ¿Por qué no publica el IFE las listas de donantes que presentó el PRI voluntariamente en 1994 y se cotejan con los protegidos del Fobaproa? Es muy importante rectificar desde ahora las reglas para la utilización del dinero público y privado para que las elecciones mexicanas sean no sólo legales sino justas, es decir, democráticas.