Son apenas niñas y ya enfrentan los rigores de la vida adulta. Viven semiesclavizadas dentro de algunos cuarteles y campamentos militares instalados en Chiapas. Estas adolescentes mantienen relaciones sexuales con los soldados, a quienes además les lavan la ropa y les cocinan. El único beneficio que obtienen -si así puede llamarse- después de acostarse con dos o tres soldados cada noche, es el techo y la comida.
La mayoría de los soldados no acepta usar condón. Así que, a pesar de que ellas lo exigen, son obligadas a mantener relaciones sexuales sin protección.
Como ellas, decenas de jovencitas viven ``como si fueran mascotas'' de los soldados federales: trabajan y satisfacen sus placeres sexuales dentro de las mismas instalaciones castrenses en el estado.
A sus escasos 13 años, Antonia -con otras niñas apenas mayores- vive desde hace varios meses en un cuartel militar ubicado en el norte. Ellas habitan en una casucha de cartón construida dentro de las instalaciones castrenses. Ahí, los soldados hacen sus ``visitas conyugales''.
En el último año, Antonia y muchas otras jóvenes más, han vivido en distintos campamentos y cuarteles militares construidos en los últimos cuatro años en el campo chiapaneco, desde la región de Palenque hasta la selva Lacandona.
Antonia llegó a Chiapas hace año y medio procedente de Veracruz. Se escapó de su casa -con el uniforme de la secundaria puesto- porque era maltratada por sus padres y ``ya no aguantaba más''. Desde hace dos meses vive en un cuartel cerca de la selva. Antes estuvo en un campamento del valle de Tulijá, ``donde se vivía mejor, hasta tenía una mascota, un oso hormiguero que tenía en mi cuarto'', relata esta jovencita morena de labios pintados de bermellón. En todos los campamentos de soldados donde Antonia ha vivido, sus labores no han variado.
Los fines de semana los militares les dan permiso de salir hasta la medianoche. Cada sábado y domingo, Antonia y sus amigas Juana y Guadalupe, de 14 y 15 años respectivamente, salen a pasear por la ciudad. Visitan la zona roja en busca de diversión y clientes para conseguir un poco de dinero.
Frecuentemente no las dejan entrar a las discotecas ni a los bares porque son menores de edad, así que deciden deambular por las calles en busca de algún hombre que las compre.
Guadalupe es una jovencita de Ocosingo. Ella cuenta que su abuelo fue militar, y que por eso le simpatiza la tropa. ``Los soldados tratan mejor que los policías de Seguridad Pública que son muy agresivos. Por eso vivo con ellos'', dice mientras menea su top floreado y extiende su sonrisa.
Las tres muchachas recuerdan que un día regresaron al cuartel a la una de la mañana. Los soldados las estaban esperando muy molestos. Juana recuerda que les dijo en voz baja a sus compañeras: ``Ahora sí nos van a golpear''. No bien acababa de decir esto cuando uno de los militares la jaló del brazo y le dio una nalgada, para llevársela después a empellones hacia la oscuridad, tras la línea que divide al cuartel militar de la ciudad.
Antonia muestra sus brazos y otras partes de su cuerpo con cicatrices que parecen quemadas de cigarro. No lo acepta completamente, pero entre dientes dice que bajo los efectos de las cubas, los soldados juegan cruelmente y que, si una de ellas pierde, tiene que dejarse quemar el cuerpo. Una especie de ruleta rusa con cigarro.
Juana muestra un moretón en su espalda, huella, dice, de un golpe que le propinó un soldado hace algunos días durante una cita íntima.
Con aire inocente, las tres muchachas se pasean un soleado domingo a mediodía bajo la sombra de los flamboyanes. Por la noche, en un bar, comparten mesa con unos turistas, quienes les invitan cervezas.
Como en una película de los hermanos Almada, el bar está poblado de personajes. Algunos rancheros gordos con sombrero texano, otros con tipo de pistoleros o de narcos, algunos llevan lentes oscuros. Hay policías judiciales que se distinguen por sus camisetas. Borrachos, algunos jóvenes se divierten con gran escándalo sobre la barra, su pelo casi a rape revela que son militares.
La historia de Antonia y sus amigas es un cruce de caminos entre la pobreza, la desesperanza y las reveladoras consecuencias de vivir en una zona bajo control militar. Desde hace cuatro años estas historias se repiten a lo largo del estado.
Las muchachas como Antonia no pueden considerarse prostitutas, pues no reciben remuneración alguna por satisfacer placeres de los hombres del instituto armado. Viven explotadas sexualmente por la tropa, además de que realizan los quehaceres domésticos.
Como en todas las ciudades de Chiapas, a la entrada hay un cuartel militar. Todos los fines de semana, los elementos del Ejército aprovechan para visitar bares, cabarets y discotecas. Al igual que en otros rumbos del estado, en Ocosingo hay una calle dedicada a la diversión sexual y al entretenimiento de los soldados y demás hombres que la frecuentan. La mayoría de las jovencitas que trabajan en dichos sitios apenas dejó la infancia. Las mujeres mayores son despreciadas.
Prostitución y contrainsurgencia
La militarización del territorio chiapaneco ha provocado descomposición social en amplios sectores de la población. Según datos de algunos organismos no gubernamentales, hay un soldado por cada ocho familias chiapanecas. Alrededor de los cuarteles y campamentos militares han proliferado cantinas y prostíbulos, incluso en plena selva Lacandona.
La prostitución también se ha convertido en un instrumento de la contrainsurgencia en las comunidades indígenas que simpatizan con los rebeldes.
La presencia masiva de soldados ha generado un auge del mercado del sexo. Virtualmente viven como esclavas en posadas, cantinas e incluso en instalaciones policiacas y militares, cientos de mujeres -muchas aún niñas-, se ganan la vida como prostitutas de las tropas.
En cuarteles y campamentos militares se puede mirar a las ``pintaditas'' abrazando y besando a los soldados de guardia, en las trincheras o en los retenes.
Olvidados del progreso, los mayas de Chiapas han visto cómo, tras la llegada de las tropas federales, crecen como hongos en los pueblos, los negocios dedicados a la venta de alcohol y a la prostitución. Los militares primero trajeron consigo a prostitutas pobres de las ciudades del estado o campesinas de otras entidades, las que a cambio del pago de 50 pesos otorgan sus servicios sexuales. Luego siguieron miles de mujeres del estado que se prostituyen para mantener a sus familias.
En las comunidades indígenas no hay escuelas secundarias ni preparatorias, tampoco centros de salud suficientes ni lugares de recreación cultural. Pero ya abundan prostíbulos y cantinas. Todo ello conduce a la descomposición social, pues se han roto las tradiciones y conductas sexuales de los indios.
El despliegue de más de 65 mil soldados y la instalación de decenas de campamentos y cuarteles junto a cientos de pueblos indígenas han transtornado la vida cotidiana. Antes, la prostitución se focalizaba en las ciudades, ahora se extiende por todo el campo chiapaneco.
Las mujeres y sus familias son las principales afectadas. No se trata sólo de la intimidación cotidiana de los militares, sino además el hecho de que, cobijados en la impunidad que da tener un arma, los soldados hostigan a las indígenas. Hay muchas que no pueden realizar las labores en el campo de forma tranquila. Si los hombres salen a trabajar en la milpa o en el cafetal, siempre tienen el temor de que los soldados ingresen al pueblo para aprovecharse de sus mujeres. Las madres e hijas ya no pueden ir a cortar la leña ni bañarse en el río tranquilas, pues ojos vigilantes las acechan.
Conforme la militarización se hizo más densa y aumentó el número de instalaciones del Ejército federal en las comunidades indígenas, los soldados han entrado en relación con las mujeres jóvenes de los pueblos a quienes compran a cambio de la promesa de un futuro matrimonio. Hay mujeres de la selva, cuyas familias han recibido hasta seis mil pesos como dote para desposarse con algún soldado, cosa que casi nunca sucede. La mujer termina alquilándose los fines de semana en el cuartel o campamento castrense más cercano. La cuota promedio son cien pesos por noche, pero en algunos lugares se paga hasta 350 pesos, según la actitud de los pobladores.
Así, el comercio sexual se ha convertido en una arma de contrainsurgencia al romper la tradición comunitaria y descomponer el tejido social y, además, provocar el surgimiento de enfermedades sexuales, y de problemas internos en la comunidades generados por la estigmatización hacia las madres solteras que dejan los soldados.
Esto pasa en lugares de la selva como San Quintín, Carmen Villa Flores, Vicente Guerrero y Nueva Providencia. En las cañadas de Ocosingo esta situación se repite en sitios como Taniperla, Agua Azul, El Censo, Monte Líbano, Santa Elena y otros. Pero lo mismo sucede en regiones como el Norte y Los Altos, donde a la par de la milicia llegaron ``las pintaditas'', como se conoce en estas regiones a las prostitutas.
A ellas es común verlas en los campamentos castrenses de Puerto Caté, San Cayetano y San Andrés.
En el retén militar de Chenalhó, los soldados revisan minuciosamente las maletas de una camioneta de transporte público. Al finalizar la tarea, un soldado se despide con un beso de la pintadita que se dirige a prestar sus servicios al cuartel de Majomut, a unos 500 metros de Polhó. En total hay más de 200 puntos donde hay tropas destacadas y alrededor de todos ellos se viven situaciones similares.
En Chenalhó, los contrastes son abundantes. En lugares más cerrados y dignos a la presencia de extraños, como en Xoyeb o en Poconichim, se han atrincherado los militares. Ahí, las mujeres indígenas para obtener ``un poco de paga'' cobran 25 pesos por lavar cada pieza de sus uniformes. En cambio, en lugares como Majomut, Los Chorros, Pechiquil o Pantelhó, controlados por los paramilitares, los priístas ofrecen sus hijas a los soldados por 300 pesos.
El comercio carnal era algo desconocido en la mayoría de las comunidades indígenas. Ahora, en zonas donde no hay dinero, el cuerpo de las hijas se convierte en valor de cambio para el sostén de la familia, más rentable que el maíz o que el café. Se produce así una economía distorsionada.
La antigua esclavitud y el derecho de pernada de las fincas y ranchos se repite en nuevos escenarios y con otros personajes, pero el principio es el mismo: el abuso y lenocinio de mujeres que sobreviven trabajando como sexoservidoras en las ciudades y pueblos o las que son vendidas en las comunidades a cambio de unos pesos.
En medio de la guerra de baja intensidad que se libra contra las comunidades rebeldes, la prostitución es una de las caras del progreso que rechazan las comunidades que luchan por el reconocimiento de su dignidad.
A las afueras de las ciudades chiapanecas, han crecido como hongos zonas rojas, bares con table dance, burdeles y cantinas, muchas veces agrupadas en una calle. Así, es célebre la zona Galáctica, en la capital del estado, donde incluso el gobierno municipal panista cobra un peso por entrar a cada visitante, como impuesto municipal. En San Cristóbal están el Premier y el Hawaianos, cuyos clientes más habituales son militares, aunque no faltan burócratas, comerciantes, rancheros y policías.
En Comitán existe el bar Liwinston, el cual le da nombre a una pequeña calle construida para albergar una decena de cantinas y versiones locales de ``la sensualidad''. Muchos de estos lugares ya existían antes de 1994, pero la llegada de miles de soldados les ha hecho vivir un verdadero boom.
En el negocio del sexo, una de las más jugosas inversiones ha resultado la ``importación'' de adolescentes centroamericanas. Decenas de guatemaltecas, salvadoreñas, hondureñas y nicaragüenses son traídas de forma ilegal con la complicidad de las autoridades migratorias, policías y funcionarios del gobierno local. Carentes de derechos y amenazadas con ser devueltas a su país, las muchachas aceptan todo tipo de maltratos y viven escondidas en casas o en los mismos bares en condiciones paupérrimas.
Desde 1994, en la periferia de Ocosingo, cuando los militares tomaron el control de la ciudad, comenzaron a proliferar ``los giros negros'' en donde se prostituyen muchachas menores de edad.
Una de ellas, María, de 15 años, vive desde hace dos en Ocosingo. Cada noche llega a tener hasta tres clientes. A cada uno le cobra 50 pesos. Algunas noches, por el mismo precio, se alquila junto con otras muchachas para ``pasarla'' con los soldados en algún cuartel o campamento de la selva.
Proveniente de una familia pobre que vive en la capital del estado, tiene que trabajar para mantener a su mamá y a sus hermanos. Su base es uno de los bares de la ciudad, donde todos los días debe pagar ``a sus protectores''.
El bar es frecuentado por militares, policías, rancheros y ganaderos.
Ahí mismo hay un sitio para los placeres sexuales. Es una especie de sala dentro del bar. A la entrada del cuarto hay un vistoso altar, pleno de colorido. La virgen y los santos protegen a las prostitutas y a los parroquianos del sida. Según María, las chicas conminan a sus clientes que usen condón, pero ellos se niegan a hacerlo, porque -dicen- ello atenta contra su orgullosa virilidad. Las veladoras y la persignada son las únicas formas de protección ante enfermedades de transmisión sexual.
El cuarto pequeño es un recinto tenebroso de paredes sucias. Los olores a carne que se concentran en el ambiente impregnan a los visitantes. El camastro improvisado es de madera y el colchón viejo está cubierto con una colcha raída. Una grabadora toca canciones rancheras de Vicente Fernández para acompañar a la pareja y un cable lleva la música hasta donde se consumen los etílicos brebajes.
Un ganadero llega y pide birria para acompañarla con unas cervezas. Invita a su mesa a una de las muchachitas. Después de ingerir dos caguamas, ambos se dirigen al cuarto. 15 minutos después sale la muchacha y se lava en la pileta que está dentro del mismo bar. Tras ella, el ganadero asea sus manos en la misma agua.
Aparece un convoy del Ejército federal que con frecuencia pasa frente al local. Las ``pintaditas'' reconocen a algunos de sus asiduos clientes y los saludan con alegría agitando las manos.
En el periférico oriente de Comitán hay desde hace tres años una calle roja en la que han proliferado bares que funcionan día y noche. Esta calle creció a las afueras de Comitán, en medio de las milpas.
La mayoría de sus parroquianos son militares destacados en los alrededores de la ciudad o en el cuartel de Copalar.
Afuera del bar Liwinston, dos voluminosas mujeres mayores de edad, esperan sentadas el próximo cliente. Pintadísimas, con escotes y minifaldas, las grotescas figuras llaman a cualquier hombre que pasa por el camino de lodo.
Los padrotes aguardan atentos afuera de los antros. Vigilan el negocio. En una procesión interminable, los clientes llegan a la calle que al caer la noche comienza a animarse.
Todo comenzó cuando Rocío, madre de tres hijos y casada con Anselmo, un campesino tzeltal de la cañada de Altamirano, se cansó de esperar a su marido y fue a visitar a su vecina María Guadalupe, quien también esperaba a su esposo. Ambas sabían que los hombres estaban en el cabaret, donde acudían casi todas las noches. Así que decidieron poner un alto a esta situación y se lanzaron a buscar a otras compañeras que compartían su sufrimiento.
En una de las calles principales, un día de enero de 1997, se reunieron las indígenas y discutieron qué hacer. Algunas mujeres sugirieron protagonizar un escándalo afuera del sitio para pedir que salieran sus esposos. Rocío tomó la palabra y en tzeltal propuso que la única solución era quemar el lugar ``para acabar con ese infierno''. Todas aceptaron.
Al medio día siguiente, gasolina en mano, las 30 tzeltales se juntaron frente al local y regaron el combustible. Después del cerillazo, satisfechas, regresaron a sus casas mientras el incendio consumía el local donde, por un módico precio, sus maridos disfrutaban cada noche con las muchachas y su body-show.
Mientras se quemaba el lugar, los asiduos parroquianos y las muchachas que ahí trabajaban observaban con azoro. Nadie osó oponerse a las mujeres y el dueño nunca presentó denuncia .
Este hecho se volvió un ejemplo de cómo las mujeres indígenas resisten la militarización y se rebelan contra su desesperada situación, además de luchar contra el hambre y el caciquismo político, estas mujeres libran un batalla contra el machismo en sus hogares y sus ramificaciones: el hostigamiento sexual de los soldados, la prostitución y el alcoholismo que invadieron su pueblo.
En 1994 los zapatistas ocuparon Altamirano y destruyeron el palacio municipal, símbolo del poder de los ganaderos de la región. A los pocos días fue retomada por el Ejército federal y la ciudad se convirtió en un cuartel.
Los militares hicieron pagar caro a los indígenas su rebeldía. El 7 de enero de 1994 tropas federales asesinaron a tres campesinos de Morelia, a ocho kilómetros de la cabecera, y establecieron un control militar en la carretera donde las mujeres eran sometidas a una maltrato físico y psicológico. En junio del 94 tres mujeres tzeltales fueron violadas por soldados. A pesar de las protestas, incluso internacionales, los culpables permanecen impunes.
Altamirano es un municipio gobernado por el PRD, pero vive con la vigilancia del Ejército y de los paramilitares del PRI.
Uno de los negocios que trajeron los soldados, además de restaurantes y tiendas, fueron loncherías y cabarets, negocios atendidos por muchachas traídas de Tapachula, Tuxtla Gutiérrez y de Tabasco.
El cabaret fue reconstruido en un local precario. Las mesas están dispuestas alrededor de un patio amplio y en lugar de paredes, el lugar está rodeado de pequeñas puertas que dan acceso a los cuartos donde se practica el comercio sexual (Jesús Ramírez Cuevas).