La larga lista de enfermedades de Friedrich Nietzsche empezó con una serie completa de dolores de cabeza que ponían fuera de combate, adentro de una habitación penumbrosa, todo su cuerpo. Según cuenta Lesley Chamberlain, en su libro recientemente aparecido Nietzsche in Turín: a Intimate Biography, el trabajo del filósofo le debe mucho a aquellas estancias en la penumbra.
El libro de Chamberlain cuenta con 256 páginas y tiene un precio de 23 dólares. Estos datos tan precisos aparecen en The New York Review of Books, que es una revista especializada en libros como el books del título lo indica. Los datos precisos llegaron hasta aquí por la imprecisión del cartero que se equivocó de buzón, o más bien decidió usar cualquiera, porque el sobre no traía ni nombre ni destino.
Los dolores de cabeza del filósofo, según el libro de Chamberlain, solían complicarse con una miopía de corte atroz. Su padre murió a los 36 años de un derrame cerebral y él vivió con la zozobra de repetir el esquema hasta que rebasó la edad fatídica y pudo entregarse de tiempo completo a la zozobra que le provocaban sus enfermedades. Los dolores de cabeza y la miopía se redimensionaron cuando en su época de estudiante se contagió de la sífilis que traía una mujer que equilibraba sus cascos ligeros con esa dolencia de peso. En 1867 se enroló como artillero en el ejército prusiano; el ambiente insalubre de la guerra contra los franceses agregó a su lista de enfermedades una difteria y una disentería que le arruinaron el estómago y la maquinaria digestiva y además le duplicaron las migrañas.
Tres años después, cuando regresaba de la guerra, abordó un tren y le atinó al vagón que una vez cerrado no podía abrirse, y adentro descubrió que los compañeros de esa encerrona involuntaria que duraría tres día y dos noches eran seis soldados severamente heridos y naturalmente quejumbrosos. Cuando llegaron a la estación el fogonero abrió la puerta y se encontró al filósofo tendido en el piso, presa de un colapso emocional. John Banville, el autor de la reseña del libro de Chamberlain, observa, y su observación es francamente un chiste, que a partir de aquí Nietzsche se convirtió en un hipocondriaco.
Los siguientes diez años después de su colapso nervioso los pasó viviendo en varios sitios de Europa: Sorrento, Génova, Venecia, los alpes suizos, Zurich y Niza. En todos estos lugares aplicaba su rutina de salud que consistía en comida ligera, un poco de vino y ejercicios gimnásticos rigurosos que se redondeaban con sus célebres caminatas maratónicas.
Una vez, en una estación se equivocó de tren, en vez de llegar a Turín llegó a otro lado. Enojado con la situación hizo una pataleta furibunda que lo llevó al suelo, víctima de una migraña paralizante. El filósofo estaba al borde de la locura, su hermana lo cuidaba por temporadas y administraba las regalías de sus libros que se vendían muy bien.
El principio del final sucedió en plena calle, un 3 de enero; Nietzsche, ya bien devorado por la locura, se abrazó del cuello de un caballo que jalaba una diligencia y perdió el conocimiento. Un policía llamó a David Fino, su casero, para que se hiciera cargo de la situación. Fino lo llevó a su casa y durante siete meses fue testigo de su locura, lo espiaba cuando estaba encerrado en su cuarto y lo veía extraviado en una fiesta demencial, vociferando y bailando desnudo.
Quizá The New York Review of Books, en una de esas maniobras mercadotécnicas desmedidas, manda revistas al azar, sin nombre ni dirección para ganar suscriptores. Aunque el cartero echando la revista en cualquier buzón es un azar más escalofriante.