La Jornada 5 de septiembre de 1998

DESPEDIDA DE HEROE AL POLICIA BANCARIO RODRIGUEZ BORBOSILLA

José Galán Ť Javier Rodríguez Borbosilla dejó ayer por última vez su barrio y lo hizo con la misma dignidad y honor con que salió en auxilio de su compañero policía secuestrado por cinco hampones durante el asalto a la joyería de Galerías Coapa, lo que a la postre le costó la vida.

En La Conchita, Tláhuac, se instaló el luto. El efectivo, que tenía 25 años y era padre de dos niñas, se comportó --dijeron su padre y sus compañeros-- ``como un varón, como el policía que siempre quiso ser, incapaz de dejar abandonado a un compañero''.

Y así lo despidieron. La banda de guerra de la Policía Bancaria e Industrial (PBI), en uniforme de gala, marcó con tambores y trompetas el comienzo del cortejo fúnebre, con el ataúd gris al hombro de hermanos, compadres y compañeros.

La viuda, Rosa Aragón, entre los brazos de sus parientes permaneció hundida en el llanto por la pérdida de su compañero; envuelta por las voces callosas de mujeres acostumbradas a la desgracia quienes entonaban la letanía que impone el novenario por el alma de los difuntos. Sin decir palabra abordó la carroza fúnebre que transportó el cuerpo de su pareja a su pueblo natal, Huazulco, municipio de Temoala, en Morelos, en un viaje sin retorno al recuerdo eterno, a la soledad del momento, a la incertidumbre a pesar de los cerca de 80 mil pesos que deberá entregarle la corporación por concepto de seguro de vida y fallecimiento en el cumplimiento del deber.

``Hay coraje en la corporación. Entre los compañeros hay ánimo de venganza. Ya van como 30 de nuestros compañeros caídos en lo que va del año'', afirmó con el gesto crispado un oficial con los galones de sargento, quien pidió respetar su anonimato. ``A veces resulta difícil contener a los muchachos. Por Dios que sí. Pero hay que aguantar. Es nuestro trabajo''.

Artemio Rodríguez, padre de Javier, recuerda con orgullo que su hijo ingresó a la PBI hace casi cuatro años, ``y estaba bien contento. Cumplía bien con sus obligaciones. Era buen padre, m'ijito. Y luego andan hablando mal de la policía. No saben lo que dicen''.

En el centro comercial, en torno al negocio Cristal Joyería, de donde los matones se llevaron mercancía por más de un millón de pesos, los efectivos de repente se convirtieron en unas sombras que nadie conoce, de los que nadie quiere saber nada, unas sombras sumergidas en la indiferencia.

En ese lugar trabajan de planta más de 45 personas, sin contar los dos pisos superiores. Ahora resulta que nadie lo conocía, que las jovencitas de las islas comerciales que venden teléfonos celulares, dulces o relojes nunca platicaron con él. Resulta difícil entender, porque Javier laboró allí por más de tres años. ``Casi no nos fijamos en los policías. Vienen y allí están. Yo no hago amistad con ellos. Por eso no conocí al policía muerto'', dijo Analí, de 17 años, vendedora de teléfonos portátiles.

Frente al negocio atracado, en una zapatería, el dependiente Carlos Mares coincidió en que ``resulta difícil conocer a los policías. Ellos mismos no se prestan a ello. Los policías allí están. Uno los ve, pero no los mira, no sé si me entienda''. Y Blanca Godínez, que atiende un negocio de ropa en el piso superior, dijo que no conocía al policía caído ``porque yo no me meto con ellos''.

El día del atraco, el compañero de Javier, Julio César Ramos, fue amagado, desarmado e introducido al interior del local por los hampones. Al darse cuenta, Javier se acercó sigilosamente y logró tomar de los brazos a uno de los matones, quien logró meter el arma entre el chaleco antibalas, a la altura del sobaco izquierdo y allí soltó le tres tiros.

``Es todo un policía, salió en defensa del compañero. Era muy buen elemento. Siempre tratamos de evitar cualquier tipo de violencia en todas las situaciones. Pero los delincuentes son desalmados'', afirmó con los ojos húmedos el primer oficial Asunción Martínez de Lara, comisionado por la corporación desde hace años en el lugar. ``A los muchachos se les toma cariño. Como a los hijos'', dijo.

``A mí me dan ganas de llorar. Soy hombre pero también ser humano. Me duele. Era un buen compañero'', lamenta el joven Esteban Mora, sumergido en un uniforme de policía una talla más grande. ``Es nuestro trabajo. Ojalá que la gente lo entendiera así''.