José Bartolí, último amor de Frida Kahlo
Karina Avilés Ť En 1946, Frida Kahlo escribió una carta a su amiga Ella Wolfe en la que le suplica ``no rajes leña con nadie de este asunto''. Se refería al que pudo haber sido el último de sus amantes, un pintor catalán del que expresaba: ``es la única razón que me hace sentir de nuevo con ganas de vivir''. El secreto se mantuvo hasta hoy.
Viejo, enfermo, aquel pintor regresó a su tierra, Barcelona, para ``enterrar el amor de su vida'': cintas de seda, pañuelos, dibujos, objetos personales y muchos textos que le dedicó Frida. Entonces, el creador guardó los vestigios de ese amor en un baúl, donde también yacían sus recuerdos más íntimos. Este episodio --junto con algunas obras de la pintora-- permaneció oculto bajo el silencio de ambos artistas.
Nadie sabe nada
De 1946 a 1952 se estableció entre ambos creadores una relación que fue más allá de lo profesional. Entre ellos, afines en lo político, inquietos en el arte, se entretejió una vivencia amorosa nutrida por el secreto que el tiempo volvió un gran arcano, pero que siempre estuvo presente en la memoria de una familia, de algunos amigos, de sus cómplices.
El pintor catalán llegó a México en 1942. El sufrimiento en campos de concentración en Francia y, antes, la derrota de los republicanos en la Guerra Civil española referían su pasado inmediato. En las calles de la ciudad de México, que aún olían a pólvora de la Revolución y en las que, por otro lado, se daban intentos de modernidad, el artista creó ``junto con Adroher Gironella y otros intelectuales, la revista Mundo en México (1943-45)''.
Fue entonces cuando el pintor retomó la actividad que había interrumpido durante los años de guerra: su pintura. Pronto, realizó exposiciones en las galerías Proteo, Tusó y Artes Visuales, y ``fundó, al lado de los pintores Alberto Gironella, Vlady y Héctor Xavier, la galería Prisse. Punta de lanza del movimiento de ruptura''.
Conoció a Diego Rivera y ahí, junto al afamado muralista, vio a quien sería el amor de su vida: Frida Kahlo. Hombre reservado respecto de su vida privada, mantuvo su secreto entre unos cuantos, los más queridos, los verdaderamente íntimos, mientras que Frida escribía a Nueva York, a su amiga Ella: ``aquí nadie sabe nada; únicamente Cristi, EnriqueÉ tú y yo y el muchacho en cuestión sabemos de qué se trata''. Y para ocultar aún más su relación, le pide: ``si me quieres preguntar algo de él en tus cartas, pregúntame con el nombre de SONJA''.
En dicha carta, Frida sólo escribe en mayúscula la primera letra del apellido de su amante. La misiva en cuestión fue publicada en el libro Una biografía de Frida Kahlo, de Hayden Herrera, autora que habla de ``un pintor refugiado de España, quien desea permanecer en el anonimato''. De esa manera, al igual que en otras publicaciones, el artista aún no estaba identificado.
Al final de la misiva, Frida es contundente: ``No olvides romper esta carta, por futuros malentendidos. ¿Me lo prometes?''
Enriqueta, familiar cercana del pintor, accede a descorrer el velo de una relación que si bien nunca se negó, sí quedó en lo más oculto de la historia de ambos pintores: ``Tuvieron una aventura de amor, José decía que, para él, Frida era como la madre. De hecho, la llamaba mare, en catalán.
```Frida es el amor de mi vida', así lo dijo una ocasión que vino a visitarnos a Francia'', afirma Enriqueta, esposa de Salvador, uno de los hermanos fallecidos del pintor. Desde su departamento de Perpignan, al sur de Francia, revela en entrevista telefónica:
``José hablaba de Frida como de una persona muy dulce, amorosa, sentimental. En repetidas ocasiones expresaba su admiración por ella: `es muy inteligente, una gran artista', decía. Contaba que no andaba bien de salud y que estaba imposibilitada en una cama. Pero para José era un amor sincero, una aventura muy bonita en la que --según nos dijo-- ella también lo quería.''
``A ti sí puedo decirte que lo quiero de verdad'', escribe Frida en aquella carta al referirse a B, el pintor, el gran dibujante, el refugiado catalán que muy pocos saben que se trata de José Bartolí (1910-95).
Amar a las mujeres y el whisky
``Era amante del whisky, las mujeres y la vida'', recuerda George Bartolí, sobrino del pintor, al evocar las imágenes de ese hombre que vivió la mayor parte de su vida en el exilio, entre México y Nueva York.
Nómada incansable, el artista siempre viajó con sus pinceles: ``Cuando tenía 14 años lo vi por primera vez. Después, pasaron siete años más sin vernos, hasta que vino a Perpignan, aquí pasó más de un año preparando una serie de obras pequeñas que hablaban de la condición humana, el tema recurrente de su trabajo, enmarcado por la tradición histórica y periodística del dibujo político ante la Guerra Civil española'', narra el fotógrafo George Bartolí.
``La obra de Bartolí es magnífica, si hubiera tenido otro carácter, si hubiera sido una persona de estrellas que no le interesaban para nada, hubiera llegado a ser del calibre de un Picasso por su forma de dibujar y de comprender el arte. Bartolí plasma lo que vio, lo que interpretó de la sociedad en el mundo. Fue un hombre de verdades muy fuertes'', afirma Ana María Pecanins al hablar de la obra del pintor, quien expuso por última vez en la ciudad de México (23 de junio de 1992) en la galería Pecanins, su espacio consentido.
De entre una serie de conversaciones con el artista, Tere Pecanins recuerda con especial cariño algunas de sus palabras: ``Aquella vez que Bartolí regresó para exponer en la galería, entre bromas le dije que cómo podía seguir pintando si ya no veía. `Yo no pinto con las manos, pinto con el corazón', respondió''.
Y ahí precisamente, en el corazón, habitaban sus amigos, sus rincones sagrados, uno de ellos, el poblado de Palafrugell, en la provincia de Gerona, en Cataluña. Dos motivos lo llevaban hasta ahí: su cariño hacia otro gran pintor, Floreal --quien fue como el hijo que nunca vio-- y su esposa Joelle y, en segundo término, el sentir que era un refugio para trabajar.
``Le gustaba mucho estar aquí y pasaba largas temporadas, se sentía muy a gusto para trabajar, teníamos grandes charlas. Floreal y Bartolí sostenían largas conversaciones sobre política'', recuerda la restauradora de arte, Joelle Lemmens, al puntualizar que el pintor regresó a Palafrugell y Barcelona a la muerte de Franco, tras 40 años de espera.
No se puede tocar el pincel de este hombre ``bromista'', ``coqueto'' y ``demasiado humano'', como lo recuerdan quienes lo conocieron, sin entender algunos pasajes de su vida que lo marcaron para siempre:
``En tiempos de la Guerra Civil, Bartolí fue a dejar a una mujer a la estación del tren en Barcelona para salvarla de la muerte, junto con el hijo de ambos que ella llevaba en el vientre. Esa fue la última vez que la vio. Bartolí buscó en las listas de las personas muertas; desesperado, escribió a la Cruz Roja para saber el destino de aquella mujer y del hijo que nunca conoció. Después, supo que ese tren pasó por donde hubo un bombardeo, pero nunca tuvo la certeza de si ella había sobrevivido'', cuenta Joelle, viuda de Floreal.
Un baúl, mundo íntimo del pintor
Con el tiempo, Bartolí enfermó, sus ojos oscuros, penetrantes, palidecieron, pero ni su avanzada ceguera ni el cáncer en el cerebro le impidieron continuar su trabajo, así como tampoco el que de tiempo en tiempo, fuera al encuentro de aquel baúl donde hurgaba, entre los recuerdos, los últimos suspiros de vida.
Ese baúl era su mundo ``de venas de madera gruesa'', el universo íntimo de Bartolí, habitado por ropa, sábanas, dibujos de sus amigos; una pequeña pistola antigua de juguete, decenas de cartas y una caja azul donde guardaba los recuerdos de Frida, afirma Salvador Bartolí, sobrino del pintor.
La visita al baúl, narra Joelle Lemmens, ``era como un encuentro sagrado. Un día estábamos varios y nos echó a todos, salvo a su sobrina Marga y a mí. Lo que quería Bartolí eran nuestras manos de mujer para sacar unas cartas. Las de Frida. Al parecer, ella las firmaba con una clave que no recuerdo; `busquen con tal nombre', nos dijo. Cuando las tuvo en sus manos se las llevó a la nariz. La imagen fue impresionante: un hombre de ochenta y tantos años, con los ojos cerrados, olfateando unas cartas que aún conservaban un aroma de flores.
``Después dijo: `miren, son de ella'''. Las colocó todas juntas y se las llevó. Era capaz de reconocer las cartas de Frida sólo por el olor y podía leerlas de memoria, cada palabra, cada renglón, estaban grabados en su memoria.
El peso de los recuerdos
La muerte le llegó en diciembre de 1995. Tres meses después, la familia, los amigos íntimos y la viuda de Bartolí, la estadunidense Berenice Bromberg, se reunieron en un barco para lanzar las cenizas del artista al Mediterráneo. En las horas siguientes, ya entrada la tarde, acudieron juntos --a petición de Bromberg-- a encontrarse con aquel baúl, que el pintor resguardó durante 16 años en el taller de decoración de Salvador Bartolí, ubicado en Barcelona.
Casada con el artista muy poco antes de su muerte, aunque lo acompañó durante sus últimos 20 años de vida, Bromberg, por fin, se hallaba ante al baúl. Alguno de los familiares supuso que la inmensa caja de recuerdos se iría a Nueva York con la heredera, así, sin ser abierto con todo el peso de los recuerdos.
La historia fue otra. Berenice pidió que se abriera la caja de madera y, sin más, hizo a un lado los objetos que tanto había guardado Bartolí. La viuda buscaba algo específico y lo encontró: las cartas, los dibujos, las cosas que Frida envió a José. Los testigos de aquel momento tienen aún vivas las imágenes.
Salvador Bartolí y su hijo Alex, Margarita Bartolí, el pintor Floreal, Joelle Lemmens y el biógrafo de Bartolí, Jaime Cañameras, presentes en el taller, vieron la escena y callaron.
Aunque se les impidió tocar cualquier objeto, Salvador afirma: ``vi que en el interior del baúl había un apartado, una caja de color azul donde estaban los pañuelos pintados, las cintas de colores, los objetos pequeños, dos anillos, una especie de mariposa, un reloj y cuatro o cinco dibujos, todo, de Frida Kahlo. Las cartas estaban en el baúl, eran cerca de 30 o 40, que podrían hacer el grueso de cinco dedos'', asegura.
Joelle Lemmens afirma que se sorprendieron ``por una cosa increíble: un pequeño medallón pintado por Frida, que era su retrato'', obra que podría ser la que hoy se encuentra catalogada como autorretrato (miniatura), c. 1938. Oleo sobre madera, 4 x 3.8 cm. Colección privada, Nueva York.
De acuerdo con la investigación realizada por La Jornada, todo indica que los dibujos que permanecieron durante años guardados en aquel baúl son: Raíces, c. 1946. Lápiz y tinta sobre papel, 21.5 x 28.5 cm. Colección privada, Nueva York; Karma I, c. 1946. Sepia sobre papel, 18.3 x 21.5 cm. Colección privada, Nueva York; Karma II, c. 1946. Lápiz y tinta sobre papel, 21.5 x 28.2 cm. Colección privada, Nueva York y El verdadero vacilón, c. 1946. Lápiz y tinta sobre papel, 21.3 x 27.2 cm. Colección privada, Nueva York.
Esos dibujos, al igual que el autorretrato en miniatura, por lo menos han sido fotografiados y se encuentran publicados en los libros Frida Kahlo Das Gesamtwerk, de Helga Prignitz-Poda, Salomón Grimberg y Andrea Kettenmann, y Frida Kahlo. Las Pinturas, de Hayden Herrera.
El baúl se conserva en el mismo taller, bajo los cuidados de Salvador Bartolí. Ahora, casi vacío y sin los olores de Frida.
Bartolí: pasión por las artes plásticas
José Bartolí nació en Barcelona en 1910. Hijo del músico Salvador y de María, mujer que se ganaba la vida como partera y manicurista. A la muerte de su madre, Bartolí y sus hermanos Rosa, Luis, Joaquín y Salvador sobrevivieron ``casi en la calle''.
Su pasión temprana por las artes plásticas lo llevó a inscribirse en la Escuela Superior de Bellas Artes. Bartolí se inició como dibujante político en periódicos y revistas de izquierda, en Cataluña, mientras que Joaquín, su hermano, realizaba escenografías para teatro.
La derrota del bando republicano en la Guerra Civil española (1937-39) provocó que los hermanos Bartolí --salvo Rosa-- abandonaran su tierra para refugiarse en Francia. Sin embargo, los sufrimientos continuarían en ese país.
Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, los cuatro hermanos fueron internados en campos de concentración, en donde sobrevivieron por más de un año. Luego del cautiverio, José Bartolí logró llegar a México en 1942. En nuestro país publicó la obra Campos de concentración, con textos de Molins I Fábrega (1944).
Viajó luego a Estados Unidos, donde fue contratado por la revista Holliday como primer dibujante. En ese país expuso su obra. Se trasladó posteriormente al viejo continente ``para ayudar a crear los Estados Unidos Socialistas de Europa'', y colaboró en la fundación de las revistas Gauche, en Francia, y Siniestra europea, en Italia.
Asimismo, ``formó parte del grupo 10th Street, junto con Willem de Kooning, Kline, Pollock y Rothko en los años cincuenta. También, por esos años, fue consejero especializado en vestuario y decoración para películas históricas en Hollywood''.
Al ingresar a las listas negras del senador McCarthy, tuvo que exiliarse una vez más. Regresó a México, desde donde realizó continuos viajes a Europa. José Bartolí es autor de las obras Calibán (París, 1971); The Black man in America (México, 1975); e ilustrador de La filosofía en el Boudoir del Marqués de Sade. En 1973 recibió el premio Mark Rothko en Artes Plásticas de Nueva York. A lo largo de su vida, realizó exposiciones individuales de pintura y dibujo en México, Estados Unidos, Canadá, Francia, Venezuela, Colombia, Brasil, Bélgica, Austria y España.
Murió a los 85 años en Nueva York, ciudad en donde radicó durante la última parte de su existencia. (Karina Avilés)
Fuente: Familia Bartolí y Galería Pecanins.